sábado, 28 de abril de 2012

Día 162: El Fin de los Tiempos

"Siempre dicen eso" me dijo Ignacio oculto en la oscuridad de su pieza "Siempre dicen que es lo último"

01 de Octubre de 2009



"Decenas de carteles con ciento de flechas, indicando miles de pasillos. La cabeza ya empezaba a dolerme al buscar con la mirada a mi padre, a mi madre, a Simón o a Ignacio, recorriendo escaleras que iban hacia todos lados, pasadizos que terminaban donde no sé donde y muchas personas con sus cabezas cubierta por el bello diseño de un paño de hilo"... Capítulo 22: El Paciente 505

Tres paltas molidas, unas cuantas laminas de jamón cortadas a la mitad, tres tazas con té hirviendo y la respiración de los tres en la mesa del diario. Cuando nos sentamos los hombres a comer, se habla poco. Menos si es la once, porque es una comida rápida en casa. Aún más lo sábados. Mi madre estaba en el cuarto de estudio. Simón jugaba afanado en la calle. Ignacio se echaba un pedazo de pan a la boca Y yo observaba a mi viejo que lo miraba atento.
"¿Tu mamá te dijo lo del lunes?" le preguntó de pronto el dueño de casa.
Don Karev le había advertido a su señora que el día sábado era el día límite para contarle a Ignacio lo que sucedería cuarenta y ocho horas después. Era sábado por la noche, y sí había algo que mi viejo sabe hacer muy bien es cumplir sus promesas.
"No ¿Qué cosa?" le preguntó mi hermano.
Un helado escalofrío me recorrió la espalda al saber que mi padre le iba a contar la verdad.
"El lunes te van a hacer un angiografia" declaró don Karev.
Ignacio no se inmuta frente a noticias así. Siempre trato de pillarle algún gesto de impresión o desagrado, pero no lo he logrado. Para él fue como escuchar un sonido. Nada más.
"¿En serio?" preguntó.
"Sí. Por eso te hicieron esos exámenes rutinarios el martes, para tener todo listo para pasado mañana" completó la información papá, a lo que agregó "La pidió la doctora, para por fin comprobar que todo cerró"
Y el silencio inmortalizó el anuncio de la última batalla de esta guerra que llevamos librando durante más de 17 años. Hace dos años y medio habían sometido al segundo de los hermanos a una intervención de alto riesgo, como lo es una exposición a radiación. Hoy, y después de varias batallas que poco a poco se fueron ganando, llegaba la última, esa que nos dejaría saber si la malformación que afecta a mi hermano ya se había fundido.
De golpe momentos que queremos borrar se hicieron tangibles en la realidad presente, quitandonos a veces la fuerza para seguir. Pero se opta por el silencio y la sumición. Y eso nos deja seguir de pies, tomandonos de los brazos para que ninguno de los cinco pueda caer.
Mi madre, alertada por la declaración hecha por su esposo, apareció en escena con el rostro desfigurado. Mi viejo ya había hablado y de arrepentimiento en sus ojos no había vestigio.

"Que te valla bien mañana" le dije la noche del domingo "¿Estás bien?"
Los ojos de Ignacio, como nunca, se cristalizaron. Me miró avergonzado.
"Igual es dificil y a veces baja la pena" declaró.
"Pasará y mañana estarás mejor. Es lo último que te falta para terminar con esto"
"Siempre dicen eso" me dijo Ignacio oculto en la oscuridad de su pieza "Siempre dicen que es lo último"

Me fue inimaginable sentir lo que él estaba sintiendo.



martes, 24 de abril de 2012

Día 161: Valiente

Soraya me miró como si fuera el último eslabón en la cadena alimenticia. Pero me miró.
“Buenos días” me dijo y torció rauda su camino hacia el sur.
Sólo la vi alejarse.

Mi celular vibró con ímpetu en mi bolsillo
“Compa. Estoy en recepción ¿Qué pasó?”
“Karev, necesito que vengas AHORA a personal” me dijo Joselyn grave desde el otro lado.
“ok”
Colgué y seguí revisando el problema que me tenía en bodegas. El celular volvió a sonar.
Extrañado contesté.
“De verdad, te necesito acá”
Su voz fue más grave aún. Algo malo pasaba.
Corrí por los pasillos hasta la escalera y en dos saltos llegué al segundo piso. Adentro, en la oficina, todas las del grupo me esperaban en un silencio total. Soraya, sentada en su asiento, me miró fingiendo una sonrisa con sus ojos ahogados en lágrimas.
Lo primero que pensé fue en su hija. El día anterior me la pillé en unos de los teléfonos de las oficinas, organizándose para salir. Su pequeña nena había caído en un cuadro de fiebre otra vez.
“Me voy” me dijo y se despidió con un beso cerrado.
Quizás era su hija la que estaba mal y ella tenía algo grave que comunicarnos.
“Bueno, los llamé a todos para decirles que he renunciado”
En milésimas de segundos todas cruzaron miradas. Yo no pude moverme. Sólo me quedé observándole en el momento que se quebró en un llanto reprimido. Luego miré a Joselyn, la cual impactada la contemplaba.
Elena fue la primera en acercarse y con un abrazo le dio fuerzas por el delicado momento que estaba pasando. Luego, un poco más tranquila, nos explicó que su hija había sido atacada por un resfriado nuevamente y que no pasarían más de dos semanas para que volviera a caer. Su inmaduro sistema inmunológico aún no se afirmaba del todo. Y las causas y las consecuencias de no tener con quién dejarla, la llevó a presentar su renuncia.
Y volvió a quebrarse.
Ahora fui yo el que se acercó. La abracé con fuerzas y ella pareció no querer soltarse.
“¿Por qué así?” le pregunté cobijándome en su hombro.
“Porque tiene que ser así” me dijo con la voz en un hilo.

Al principio Soraya fue para mí una mina amargada, gruñona, explosiva y repulsiva. Y se lo dije ayer en su despedida, cuando con un nudo en la garganta me tocó hablar. Sin embargo, poco a poco fui conociendo a la verdadera mujer que había dentro de ella. Por sobre todo, una valiente con un alma llena de coraje, que no le importó el tiempo que llevaba en la empresa y saltó al vacío por su hija. Amor de madre tan grande que aún no puedo entender, pero que valoro mucho.
“Ahora, en este momento de oscuridad y pena, todo será muy difícil” le decía cuando nos encontramos en las ventanas “Pero más adelante se te pagará con creces este sacrificio. Y será así porque lo hiciste por tu hija, que es lo que más te tiene que importar hoy”
Por llorona, sus ojos se cristalizaban al instante. Me miró y me regaló aquella sonrisa que tanto la caracteriza. Entonces pensé en decirle que no se merecía todo lo que le había sucedido, pero para el día presente estaba demás. Sólo había que nutrirla de fuerzas para que pudiera partir enfocada en su objetivo principal: su retoña.

viernes, 20 de abril de 2012

Día 160: Pie de Limón

Habían preparado aquella noche durante todo el día. Pasaron a comprar los ingredientes, caminando meticulosamente por los pasillos del supermercado. Buscaron en internet la receta. Ella lo había llamado a eso de las doce del día y le había dicho que pasara por una película, la cual acompañarían con el exquisito pastel. Él sacaría la basura, lavaría los implementos y en voz alta leería los pasos de la preparación. 
Inclusive anduvieron con antojos de comer durante toda la jornada.
Pero el amor no se trata de recetas ni preparaciones. Ambos terminaron haciendo el amor en la cocina, pegajosos de merengue y azúcar, riendo de lo locos que son. 

Quizás nunca puedan hacer un pie de limón.

martes, 17 de abril de 2012

Día 159: Extraños

Extraño los vehículos dirigiéndose a cualquier lugar. Tu voz susurrando en el celular. Verte sonreír como si no lo hicieras hace muchos años. El sol siempre era el que se iba primero, tras el destello de un atardecer tibio y rojizo. Me robabas la vida en un beso. Surcabas mis sensaciones con tus manos delicadas. Eras ese sueño que no se quiere despertar, el que tu mente te impide desvanecer. Eres el cuerpo que siempre quise recorrer.

Noches ilegales en taxis escondidos, cruzando la ciudad lejos de nuestras vidas reales, en donde la oscuridad siempre fue compañera y cómplice. Los encuentros a horas creadas a parte de las veinticuatro. El bar en donde me hacías sentir único. La estación de metro en donde por primera vez te besé. Y te juro que quise gritar del sentimiento que me invadió al tocar tu tierna boca.

Somos esas extrañas personas con extraños lazos, que parecen venir de vidas pasadas. No somos el cliché de pareja. No somos la historia bonita. Somos la historia única. Somos todo lo que necesitamos. Pero respiramos dentro de esta rara realidad, en donde el inocente es juzgado y el culpable liberado, y los que deberían amarse sin interrupción, están ahora viviendo en pesadillas y vidas traspuestas, esperando el milagro... el gran milagro.

No recuerdo la primera vez que nos vimos. Quizás no fue importante. Pero si recuerdo que te fue inevitable sonreír.

Te quiero...

domingo, 15 de abril de 2012

Día 158: Joan

Día 4, Parte 5

Estoy seguro que vacié la casa. Sus gritos desgarradores, hambrientos, eran el de una multitud enfurecida corriendo por las calles.
Ahogado en la adrenalina del momento, crucé la puerta de la casa elegida y me giré para dejarles más migas en el camino a seguir, disparandole a una mujer joven, quizás de unos veinte años. Me fue imposible no notar que el ruido más incomodo los ponía.
En cuatro segundos subí la escalera hasta el segundo piso y me encerré en la pieza matrimonial, la cual daba por una ventana a la calle. Ahí, armándome de valor para brincar desde la ventana al techo del cobertizo y luego al jardín, pude escuchar como poco a poco fueron copando el pasillo entero de la planta superior, buscando a la presa.
Cuando uno de ellos impactó con fuerzas la puerta del dormitorio, me acerqué a la ventana para ver si todos habían entrado. Y así era. Afuera no quedaba ninguno. Todos querían darme muerte. Entonces fue cuando salí hacia el exterior, tocando de inmediato el techo del cobertizo del jardín, cuidadoso de no emitir fuertes ruidos. Adentro, los veinte tantos infectados, trataban de sortear el obstáculo que los separaba de mí.
Sin pensarlo mucho, sólo salté y caí al jardín. Una caída sin novedades para mi poco atlético cuerpo. No podía perder el tiempo. Era el momento. Tomé la pesada y fría granada. Le quité el seguro. Un hombre de camisa y pantalón, al escuchar el sonido, se volteó a mirar que sucedía, encontrándose con mi mirada. Decidí que probar puntería también sería un buen método de defensa, así que con la granada le inferí una lineal herida en la frente, haciendo que se quejara del dolor. Sí, el golpe fue doloroso y contundente.
Cuando se recompuso y se disponía a ir a mi encuentro, la granada ya había dado dos votes en el suelo. El tercero fue su explosión.
La reacción en cadena con el galón de gas fue instantánea. Alejándome, fui victima y testigo de la poderosa y caótica detonación, la cual en segundos hizo volar por los aires gran parte del frente de la casa y las extremidades necróticas de los infectados participes de la trampa salieron despedidas unos buenos metros a través del aire. Todo eso, acompañado de una temeraria, pero solitaria, llamarada de fuego rojo, la cual se extinguió cuando los escombros cayeron y el silencio de hizo del lugar otra vez.
Aquel suceso, me traería consecuencias nefastas horas más tarde.

Después de asegurar que la veintena de infectados yacía exterminada unos varios metros a la redonda, sin perder el tiempo, ya que la noche del quinto día se acercaba rápida, comencé la inspección de la casa de mi amigo. El living, el comedor y la cocina eran un terrible desorden infernal. El paso de la horda había dejado un caos que llevaría horas de trabajo ordenar. El piso, sucio y pegajoso de vino derramado, estaba cubierto por las huellas oscuras de pies ensangrentados, dibujando líneas sin sentido en todas las direcciones. Platos rotos, revueltos con trozos de pan de pascua a medio comer. Vasos pintados con cola de mono. Eran los vestigios de la celebración previa a año nuevo. Eso quería decir que todo tiene que haber sucedido después de las diez de la noche, cuando la celebración estaba siendo preparada o ya estaba lista.
Fue, bajo la lluvia de imperiosas teorías de lo qué pudo haber sucedido aquella noche, cuando la verdad nuevamente se hizo presente con violencia y sin aviso. Tras el ventanal de acceso al patio de la casa, el cual estaba abierto por el corredor derecho, pude ver a Joan... colgado de una soga que tensa lo sostenía amarrado a un fierro del cobertizo.

FIN

 


jueves, 12 de abril de 2012

Día 157: Cobarde

Día 4, Parte 4

Lo que era Santiago, ya no existe. Era lo que pensaba mientras deslizaba el portón de acceso al condominio en donde Joan vivía. La desolación y destrucción fueron la tónica de mi camino hasta allá, sumada la presencia de personas infectadas caminando sin dirección por las calles.
Entonces en algún segundo acepté que viajar hasta allá sería sólo para confirmar que Joan y Beatriz habían escapado la noche de año nuevo. Pensar en que ellos o alguien más aún estuviera rondando por aquellos desolados parajes era una idea inconcebible, después de haber visto cómo había quedado la ciudad.
Me subí al jeep y lo conduje hasta la casa de mi amigo. Al bajar, la tranquilidad sólo se veía un poco alterada por la bajada de vientos cordilleranos, que removían copas de gigantescos árboles y a lo lejos soltaban latas de zinc en los techos. Las calles, a diferencia de las que recorrí, estaban desprovistas de vehículos. En ese momento pude escuchar el apocalíptico mensaje radial o televisivo decretando una evacuación masiva de la capital. Los vehículos escapando por el portón de acceso. Los gritos de mujeres que desesperadas empacaban algunas pertenencias para escapar de tan extraño hecho. Pero no me podía descuidar. Sabía bien que la tranquilidad era lo más inestable en ese momento. Con fuerzas preparé el arma del soldado atento a cualquier situación.
La casa de mi amigo se veía igual de tranquila. Lo único que me llamó la atención fue que el ventanal del frente, a un costado de la puerta, estaba totalmente roto. Había unos fragmentos de vidrio en el suelo, pero eran pocos para el porte de la ventana. El resto tenía que haber caído adentro. O sea, que lo que haya quebrado el ventanal, tenía como misión entrar al living de la casa de Joan.
Me imaginé a una persona queriendo escapar, corriendo desesperado, dándose con todo en contra del vidrio. Tal vez inclusive estaba adentro aún. O quizás había salido por la mañana a buscar provisiones... ¡Provisiones! En ese momento mi estomago se dignó a rugir por alimento. Llevaba cuatro días sin comer.
A momentos, brisas que bajaban lentas se colaban en el espacio uniforme dejado por los cristales rotos y hacían oscilar la cortina de adentro hacia afuera. Y el único silencio descriptible era el silbido del viento. Entonces lento me acerque, siempre precavido. No podía olvidar al soldado que se había colgado de mi cuello. Con el oído puesto en la máxima cantidad de lugares, sin tocar la cortina, traté de inspeccionar el interior de la morada. No logré ver nada. Obligado a saber rápido si había alguien adentro o no, con la punta de la pistola deslicé con delicadeza la cortina.
Consumido de golpe por el miedo, tuve que retroceder.
Me obligué a serenarme. Tenía que ser fuerte. No podía dejar que el miedo y la desesperanza de no saber qué había sucedido me llenaran por completo. Reprimí el temblor de mis brazos y la fuerte respiración de mis pulmones. Me reté.
"¡Cálmate!"
Me detuve. Respiré hondo. Mis brazos dejaron de temblar. Miré nuevamente la casa. Y acepté. Cosas así iba a ver por mucho tiempo.
El living en donde alguna vez compartí fiesta y películas estaba atestado en personas infectadas. Eran ellos los que habían entrado a la fuerza a la casa, buscando algo desconocido para mí.
Lo mejor habría sido dejar la búsqueda hasta ahí, pero de inmediato supe que la incertidumbre de no recorrer la casa por completo me acompañaría hasta el fin de mis días. Tenía que desinfectar la morada y entrar. ¿Cómo?
Lanzar las granadas había sido una rápida solución. Sin embargo, algo me dijo que en esta ocasión mis acciones tenían que ser un tanto más cautas. Si Joan no estaba en casa, ella era quién me iba a dar señales de a donde posiblemente escapó. En ese momento extrañamente recordé la frase escrita en mi puerta "Capitán Manuel Ávalos Burgos"... ¿Entonces? Los tenía que hacer salir de ahí. Hacer que me vieran era la excusa que tendrían todos para salir, pero ¿A dónde los llevaba? Al ojo, calculé veinte de ellos. No podría escapar para siempre de los veinte. Tenía que matarlos a todos.
Comencé a explorar mi rededor en busca de una solución que no incluyera tener que gastar los cartuchos de mi pistola. Sería innecesario. Fue entonces que la respuesta llegó.
Una explosión a gran escala seguía siendo la opción más atractiva. Pero no podía ser en la casa de mi amigo. Entonces, los haría salir y hacerme perseguir hasta otra casa. Dejar en una posición estrategica uno o dos galones de gas y hacerlos volar con una granada. Tendría que entrar a la casa, para que la persecución terminara ahí, y tendría que salir por la ventana de la pieza que daba a la calle. Estaba seguro que su nivel de inteligencia era tan bajo, que no serían capaces de deducir que había salido por ahí. Sería el momento exacto para tomar una de las granadas y lanzarla hacia la morada.

No lo pude creer cuando me vi a unos metros de la puerta otra vez, a punto de ejecutar un plan tan improvisado como temerario. Posiblemente iba a morir, pero la idea no me paralizaba. Es más, una extraña paz me tomó el cuerpo y dejé que los hechos sucedieran. Iba a ser ahí o en unos treinta años más con un cáncer pulmonar. La casa en donde los iba a encerrar era una vivienda ubicada a unas cinco moradas hacia el oeste. Abrí la puerta de acceso y en la entrada coloqué el galón de gas de la cocina. Sólo quedaba ver que iba a pasar. Entonces, sin dejar de escuchar los leves quejidos y carraspeos de las gargantas de aquellos infectados, introduje la mano por la abertura del vidrio roto, tomé la perilla y la giré. Escuché a dos callarse al escuchar el sonido invasor. Me alejé y con el pies empujé la puerta.
La primera impresión fue ver una horda de hombres y mujeres, poseídos por el trance de algún demoníaco mal, esclavos y a la espera de las ordenes de un maligno ser. Definitivamente consciencia o sentimientos humanos no había dentro de esos horribles y enfermos seres. Sólo eran propietarios de ese instinto animal y violento que los tenía de pies, el mismo instinto que los hace ir detrás de aquellos que no están infectados. El mismo que les permitió saber que yo no era uno de ellos.
Por un momento no se movieron. Aquello me extrañó. Mis encuentros anteriores habían empezado con una mala relación desde un principio. Sin embargo, esta vez parecía ir todo bien. Entonces, excitado por saber cómo iba a salir todo, le apunté a un hombre anciano, que iluso me miraba como si de un alienigena se tratara, y le acerté una bala en la frente. De inmediato cayó y sus amigos, gritando y gimiendo, corrieron tras de mí...


Continuará...




domingo, 8 de abril de 2012

Día 156: Mi Primer Muerto

Día 4, Parte 3

Escuché el sonido de los dientes del soldado chocando cuando sin meditarlo trató de morderme el cuello o la oreja. Grité con fuerzas para liberarme del miedo y el escalofrió que me paralizó el cuerpo cuando sentí sus frías manos tirar de mi piel. Él también gimió de forma extraña.
Me di un impulso y con un codazo en la nariz, lo derribé haciéndole caer hasta el fondo del jeep. Cuatro veces traté de tomar la perilla que abría la puerta de mi lado. El quinto intento fuer el acertado y, escuchando como el solado volvía a levantarse, logré abrirla y caer al suelo. En ese momento, todo fue más lento y pesado. Trastabillando me levanté, al mismo tiempo que comenzaba una dolorosa carrera dirección al tanque, escuchando como el soldado infectado salía del vehículo militar también. Rodeé el blindado, recordando que mi única opción de poder derribarlo estaba tirada en el asiento del copiloto.
El soldado, con la característica dificultad al correr, torpe y medio lento, venía tras de mí queriendo encontrar el sabor de mi carne. Había tratado de morderme. Ni siquiera de asfixiarme o quebrarme el cuello. Había sido una mordida su segundo golpe. No había dudas.
Fue un alivio volver a encontrar el jeep. Corrí hasta a la puerta del copiloto y tomé la escopeta. Para asegurarme, temblando del terror al escuchar la carraspeada voz del infectado acercarse, abrí la carga y observé el último tiro que me quedaba. El soldado estaba cerca. Cerré el compartimiento del arma y di unos pasos atrás para darme un campo de visión más amplio para poder acertarle. 
El hombre, con su boca rebalsada en dientes quebrados y sangre negra, de ojos completamente oscuros y un color de piel blanco lechoso, se acercaba sin titubeo, no temiendo de que estaba siendo apuntado con una escopeta, lista para ser disparada.
No lo pensé más. Centré la mira con su frente y apreté el gatillo. Un cerrado y poderoso ruido se dejó sentir en la quieta avenida. El impacto le voló medio cráneo al soldado, el cual cayó de espaldas de inmediato. Luego vino un incomodo silencio. 
A mi rededor, nada removió el sonido del disparo. Tan sólo podía escuchar mi agitada respiración, atento al momento en que el soldado se volviera a levantar. Su cabeza se estremeció bajo el impacto y un polvo rojo se dejó levantar. Debería haber muerto, como los dos hombres que había herido hace cuatro días. Pero ellos se levantaron. Él también tendría que levantarse.
Pero no se levantó.
Una sensación de tranquilidad me fue ahogando. Era gratificante en ese momento. Bajé la escopeta, la cual habría usado de bate en caso de cualquier cosa, y con paso celoso me acerqué al cuerpo inmóvil del soldado infectado. Sus sesos se esparcían rojos y azules sobre el asfalto, en un charco de sangre negra. Sus ojos se perdían en la abertura de su cráneo. Al parecer no volvería a ponerse de pies.
Siempre cuidadoso, escuchando mi rededor, atento a cualquier movimiento,  toqué con la escopeta el cuerpo del hombre infectado. No hubo respuesta al estimulo. Me acerqué convencido de que estaba muerto. Y lo estaba. No respiraba. No había evidencia alguna de signos vitales. El único movimiento era la fuga de sangre en su cráneo abierto. 
Me levanté alertado por el gemido de otro infectado proveniente desde la caravana de autos. Miré por última vez al soldado. Había venido a defender a su país y había sido alcanzado por la amenaza que sin obstáculos se esparció. Pidiéndole disculpas, le saqué su arma de servicio y dos granadas que pendían de una correa en su pecho.
Me dirigí hacia el jeep, dejando en el suelo la escopeta que me había salvado dos veces la vida. De un salto me volví a subir. Inspeccioné la cabina: no había otra sorpresa. Torcí el manubrio hacia la derecha y comencé mi viaje...


Continuará...

viernes, 6 de abril de 2012

Día 155: El Soldado

Día 4, Parte 2

Con mis manos sudadas bien aferradas a la escopeta, salí del hall de acceso. No recuerdo nunca haber sentido una sensación tan angustiante de inseguridad. El edificio, de alguna forma, me proveía de seguridad en aquel momento de tal extrañeza. La explanada y la avenida estaban sumidas en el calor extenuante de las cuatro de la tarde y en el silencio de la incertidumbre de lo que fuera a suceder en el siguiente segundo. Con pasos calculados, mirando a todo momento a mi derecha y la izquierda, llegué al vehículo que me había salvado la vida hace cuatro días.
Habría sido un milagro que encendiera. Ahora si que no le quedaba gasolina. Un tercer intento entre la llave y el contacto sería en vano. Me fijé en lo que se estiraba de calle hacia atrás del vehículo, atento a que no fuera a aparecer ninguno de aquellos individuos. No sé porqué, pero era peor ver la avenida vacía y tranquila, que con algún imbécil aletargado tratando de dañarme. Mi mente no podía contrastar lo que veía con lo que había visto el día que salí del supermercado.
Sobre si me giré y observé mi frente. La escena ahora cambiaba completamente. La paz se veía alterada por la presencia penumbrosa de un tanque de guerra y dos jeeps todo terreno del ejercito militar. Casi bloqueando ambas vías de la autopista, se disponían en lo que parecía ser una estratégica posición de defensa, con miras a detener el avance de "algo" que venía desde el sur. Pensé en Joan. Vivía dirección hacia allá.
Siempre cuidadoso, atento a todo tipo de sonido o movimiento, descendí del auto, viendo en ambos vehículos la posibilidad de salir de ahí. No estaban abandonados por que no les quedaba bencina. Eso era seguro. 
Al ir avanzando, noté la presencia de un segundo bloqueo. Eran alrededor de seis pequeños diques de cemento, parecidos a los que a veces se ven en las carreteras como barreras de contención. Al igual que los vehículos militares, estos se enfilaban de cordillera a mar, con la misión de detener la circulación de avenida La Florida desde el sur. Recuerdos entrecortados del recorrido que hice desde el supermercado hasta mi departamento se posaron en mi mente. Vi destrucción y muerte en mi oscuro viaje. Era por eso que no asimilaba ver una calle tan vacía de vehículos chocados y cadáveres tirados a su suerte. Entonces más allá del bloqueo militar, estaba lo que mi mente esperaba ver.
Apuré el paso, al mismo tiempo que elegía el jeep que usaría para viajar a Puente Alto, a la casa de mi amigo. El afortunado fue el que estaba al costado derecho del tanque, vehículo pesado que le daba gravedad a la situación que vivió la ciudad la noche de año nuevo, con su imponente cañón apuntando con ímpetu hacia el sur. Los otros dos todo terreno hacían su papel igualmente, provistos de ametralladoras de un alto y potente calibre.
Finalmente llegué al bloqueo final: los diques de cemento. Queriendo tragarme la escena completa y no por parte, agaché la mirada mientras me subía sobre la barrera de concreto... y luego observé. Al frente se enfilaban cuatro eternas columnas de vehículos de todos los tipos: automóviles, micros, camionetas, furgones, camiones. Las hileras a momentos eran cortadas abruptamente por la marca de la explosión de algún proyectil de alto poder destructivo, dejando ver el esqueleto de algún automóvil calcinado sobre el asfalto negro del paso violento del fuego. Otros transportes evidenciaban la trayectoria o el impacto de alguna bala de ametralladora.
Sin embargo, aquellos elementos en el paisaje, tan de un campo de batalla, no le daban el toque de crueldad como lo hacían los cuerpos mutilados de personas tirados en los espacios que dejaban los vehículos. A través de todo el espacio, se podían observar a hombres, mujeres y niños, alcanzado por alguna bala, incinerados por el fuego, muertos en sus autos o con pequeñas o grandes partes de sus cuerpos diseccionadas.
En resumen, lo que se había vivido ahí había sido una total masacre.
Dudé de viajar al sur. El abandono de los vehículos militares suponía una retirada por parte del ejercito, una retirada que les impidió llevarse el tanque y ambos jeeps. Sin embargo, la tranquilidad de la escena me decía otra cosa.
Lo mejor era no pensar mucho. Me bajé del dique de cemento y empiné carrera hasta el jeep que me iba a llevar a saber si Joan había escapado de tamaña catástrofe. Dando un salto para subirme, me senté en el amplio asiento del piloto. Observando el omnipotente panel de control, tiré la escopeta en el sillín del lado y exploré el contacto. Era obvio, la retirada había sido de alta emergencia; las llaves colgaban intactas. Encendí el motor. Puse marcha atrás y por ambos retrovisores me fijé en no estrellarme con nada.
Fue en eso, de un momento a otro y sin esperarlo, cuando los gruesos brazos de lo que parecía ser un soldado, me envolvieron el cuello desde atrás del asiento en donde estaba. Por el rugido de su voz, sin lugar a dudas era un soldado infectado...

Continuará...

martes, 3 de abril de 2012

Día 154: Capitán Manuel Ávalos Prado

Día 4, Parte 1

"¿Qué sentido tiene vivir?" me preguntaba Joan.
La luz por instantes se desparramaba por la pieza, para luego ser cubierta en penumbra. Tenía la sensación de estar navegando en un barco sumido en una poderosa tempestad, surcando a alta velocidad los interiores de gigantescas olas. A veces podía escuchar gritos en la lejanía, que se apagaban en el eco de alguna pesadilla traspuesta. Y nuevamente las cortinas se alzaban silenciosas bajo el alelo de alguna brisa matutina, impulsada por la luz de lo que parecía ser un nuevo día.
"Despierta" me decía Sara.
"No tiene sentido vivir" me decía Joan. Ambos estábamos tendidos al costado de su cama.
Luego todo es oscuridad otra vez.

Tranqué la puerta de mi departamento con el mueble que sostenía al televisor y el sillón de tres cuerpo de mi sala de estar. Después sólo puedo recordar confusas y angustiantes pesadillas de yo arrancado de una multitud de aquellos hombres infectados, hambrientos de mis carnes, entre calles y edificios que terroríficos se expandían en el espacio.
No entiendo muy bien por qué sucedió, pero dormí cuatro días seguidos. Quizás fue la repercusión del fuerte shock vivido al momento de enfrentar la situación de despertar en un mundo que no era el mío.
Tendido en mi cama desperté, perdido aún en una realidad desconocida, entre el tiempo y el espacio, en donde no había leyes de ningun tipo. El sol, imponente, entraba por la ventana desconociendo todo lo que había ocurrido en aquella insignificante porción de tierra, alumbrando como si de un día veraniego se tratara. Y así lo era. El problema, el ironico problema, era que todo parecía ser un penumbroso y callado día de otoño.
¿Qué hacer? Con la sensación en la garganta que todo había sido un mal sueño, me levanté y observé por mi ventana las poblaciones aledañas al edificio. Todo estaba tan quieto como la noche de año nuevo. La calle que colindaba con el condominio de departamentos y que conectaba a las pequeñas villas con avenida La Florida, estaba atestada de vehículos abandonados y desparramados en todas las direcciones. Entremedio, dos hombres caminaban taciturnos y perdidos. Estaban... no sabía decir qué estaban. Decir que estaban infectados con alguna enfermedad era lo que mejor sonaba. Pero no tenía ni la más mínima idea de porqué actuaban de esa manera. No tenía ni la más mínima idea que había sucedido en el mundo.
Me devolví y encendí mi televisor. La estática era la protagonista en todos los canales. El televisor por cable estaba fuera de servicio. Lo mismo mi celular. ¿Seguir sobreviviendo? Algo me decía que no me dejara atrapar por la bella opción de volver al sueño profundo de una vida después de la muerte. Al recorrer mi departamento lo único que sabia era que no quería volver a sentir aquella incomoda sensación de no poder despertar. En el baño me lavé el rostro y con un poco de admiración le observé demacrado en el espejo. Luego bebí agua como un soldado perdido en el desierto.
Nuevamente me vi en una ventana. Ahora contemplaba la siempre quieta Cordillera. Qué mal había dejado pasar mi majestuosa señora. Respiré hondo y me hice la misma pregunta ¿Qué hacer? La primera respuesta fue buscar a los míos. Pero ¿Dónde? Obviamente habían arrancado del holocausto... ¿Obviamente? Fue entonces que entendí que tenía que ser realista y aceptar que algo catastrófico había azotado a la ciudad. No era una mala pesadilla. Era la verdad. Y dentro de esa verdad, me iba a encontrar con cosas que nunca imaginé ver... ¿Me quería encontrar con esas cosas? ¿Quería enfrentar lo que había conquistado de forma tan temeraria a la capital?
Para esas preguntas aún no tenía respuesta.
Saqué sillón y mueble de la puerta y, tomando la escopeta del administrador del supermercado, me aventuré a abrirla, esperando que apareciera uno de aquellos individuos. Pero eso no sucedió.
El pasillo frente a mi departamento se encontraba misteriosamente vacío y silencioso. Me asomé hacia el oeste; el pasillo se empinaba recto hasta la ventana. Hice lo mismo con el este; inhóspito el corredor se perdía un tanto penumbroso en las puertas que daban con las escaleras. Y todo aquel vacío estaba acompañado de un silencio total.
No había alma alguna, aparte de la mía, en todo el piso.
En ese momento, al decidir que la casa de Joan sería la primera en visitar al comienzo de mi búsqueda, me encontré con una mensaje alojado en la hoja de mi puerta
"Capitán Manuel Ávalos Prado" rezaba la frase escrita en con lápiz labial color marrón.
Inmóvil me quedé observando la escritura sobre mi puerta, tratando de entender qué significaba. Claramente, no tenía relación alguna conmigo y tampoco despertaba la imagen de algún lejano recuerdo aletargado. ¿Por qué en mi puerta? Miré las de mis vecinos; seguían con sus pinturas intactas. Miré de nuevo la mía. No lo entendía. Eran sólo letras escritas sobre la blanca pintura, sin causar ni despertar curiosidad o sentimiento alguno. No iba a seguir perdiendo el tiempo.

Detrás de mí cerré la puerta. Sería la última vez que estaría ahí.


Continuará...

domingo, 1 de abril de 2012

Día 153: Enciende


628 días antes, Parte 3

Todo era negrura y silencio. Angustia. Tenía el pecho contraído por la invisible fuerza de un imán poderoso que me estaba destrozando el corazón. Las piernas me abandonaron y tuve que caer. El carabinero que había manejado en la patrulla camino a la Autopista del Sol, me sostuvo al desmoronarme. Al frente mío estaba el Mitsubishi de mis padres completamente aplastado y encima una extensa manta color naranja fluorescente.
“No hubieron sobrevivientes” 


Día 1, Parte 5

Recé. Nunca lo había hecho. 
La mujer que me perseguía impactó con toda su corpulencia el vidrio de la puerta del copiloto. El portazo no había sido efectivo. Si no salía de ahí, el segundo intento iba a resultar con la ventana rota y yo siendo atacado por su rabia enardecida. Gritó con fuerzas, mientras golpeaba sin parar el vidrio. Entonces fue cuando iba a intentar una vez más encender el motor, cuando pude ver unos metros delante del vehículo a los dos hombres que había herido de muerte, volviendo a incorporarse. Un escalofrío me quemó electrizante el estomago y perdí todo tipo de control sobre mi cuerpo, el cual no lograba asimilar lo que veía en contraste con lo que había visto. Ambos hombres habían muerto bajo el impacto de las balas disparadas por la escopeta. ¿Qué hacían de pie? No podía seguir perdiendo el tiempo. Escuchando como el cristal poco a poco se iba trizando bajo los potentes golpes de puño de la furiosa dama, volví a intentar encender el auto. El motor zumbó como una pantera y no me di cuenta cuando había pasado el cambio a primera y aceleré sin medir la fuerza de mi pie. Cuando ambos sujetos se estrellaron con violencia en contra del auto, uno contra el lado izquierdo del parabrisas y el otro con la rueda derecha y todo lo que restaba de estructura metálica hacia atrás, supe que iba ser innecesario girarme a ver. Quizás la inconsciencia los iba a tener tendidos sobre el asfalto por algunos segundos. Pero rato después, provistos de alguna extraña enfermedad, infección o qué sé yo, se iban a volver a incorporar. Tratar de matarlos era inútil.
Aceleré por la avenida dirección hacia el este, camino a Camilo Henríquez...


Continuará...