jueves, 12 de abril de 2012

Día 157: Cobarde

Día 4, Parte 4

Lo que era Santiago, ya no existe. Era lo que pensaba mientras deslizaba el portón de acceso al condominio en donde Joan vivía. La desolación y destrucción fueron la tónica de mi camino hasta allá, sumada la presencia de personas infectadas caminando sin dirección por las calles.
Entonces en algún segundo acepté que viajar hasta allá sería sólo para confirmar que Joan y Beatriz habían escapado la noche de año nuevo. Pensar en que ellos o alguien más aún estuviera rondando por aquellos desolados parajes era una idea inconcebible, después de haber visto cómo había quedado la ciudad.
Me subí al jeep y lo conduje hasta la casa de mi amigo. Al bajar, la tranquilidad sólo se veía un poco alterada por la bajada de vientos cordilleranos, que removían copas de gigantescos árboles y a lo lejos soltaban latas de zinc en los techos. Las calles, a diferencia de las que recorrí, estaban desprovistas de vehículos. En ese momento pude escuchar el apocalíptico mensaje radial o televisivo decretando una evacuación masiva de la capital. Los vehículos escapando por el portón de acceso. Los gritos de mujeres que desesperadas empacaban algunas pertenencias para escapar de tan extraño hecho. Pero no me podía descuidar. Sabía bien que la tranquilidad era lo más inestable en ese momento. Con fuerzas preparé el arma del soldado atento a cualquier situación.
La casa de mi amigo se veía igual de tranquila. Lo único que me llamó la atención fue que el ventanal del frente, a un costado de la puerta, estaba totalmente roto. Había unos fragmentos de vidrio en el suelo, pero eran pocos para el porte de la ventana. El resto tenía que haber caído adentro. O sea, que lo que haya quebrado el ventanal, tenía como misión entrar al living de la casa de Joan.
Me imaginé a una persona queriendo escapar, corriendo desesperado, dándose con todo en contra del vidrio. Tal vez inclusive estaba adentro aún. O quizás había salido por la mañana a buscar provisiones... ¡Provisiones! En ese momento mi estomago se dignó a rugir por alimento. Llevaba cuatro días sin comer.
A momentos, brisas que bajaban lentas se colaban en el espacio uniforme dejado por los cristales rotos y hacían oscilar la cortina de adentro hacia afuera. Y el único silencio descriptible era el silbido del viento. Entonces lento me acerque, siempre precavido. No podía olvidar al soldado que se había colgado de mi cuello. Con el oído puesto en la máxima cantidad de lugares, sin tocar la cortina, traté de inspeccionar el interior de la morada. No logré ver nada. Obligado a saber rápido si había alguien adentro o no, con la punta de la pistola deslicé con delicadeza la cortina.
Consumido de golpe por el miedo, tuve que retroceder.
Me obligué a serenarme. Tenía que ser fuerte. No podía dejar que el miedo y la desesperanza de no saber qué había sucedido me llenaran por completo. Reprimí el temblor de mis brazos y la fuerte respiración de mis pulmones. Me reté.
"¡Cálmate!"
Me detuve. Respiré hondo. Mis brazos dejaron de temblar. Miré nuevamente la casa. Y acepté. Cosas así iba a ver por mucho tiempo.
El living en donde alguna vez compartí fiesta y películas estaba atestado en personas infectadas. Eran ellos los que habían entrado a la fuerza a la casa, buscando algo desconocido para mí.
Lo mejor habría sido dejar la búsqueda hasta ahí, pero de inmediato supe que la incertidumbre de no recorrer la casa por completo me acompañaría hasta el fin de mis días. Tenía que desinfectar la morada y entrar. ¿Cómo?
Lanzar las granadas había sido una rápida solución. Sin embargo, algo me dijo que en esta ocasión mis acciones tenían que ser un tanto más cautas. Si Joan no estaba en casa, ella era quién me iba a dar señales de a donde posiblemente escapó. En ese momento extrañamente recordé la frase escrita en mi puerta "Capitán Manuel Ávalos Burgos"... ¿Entonces? Los tenía que hacer salir de ahí. Hacer que me vieran era la excusa que tendrían todos para salir, pero ¿A dónde los llevaba? Al ojo, calculé veinte de ellos. No podría escapar para siempre de los veinte. Tenía que matarlos a todos.
Comencé a explorar mi rededor en busca de una solución que no incluyera tener que gastar los cartuchos de mi pistola. Sería innecesario. Fue entonces que la respuesta llegó.
Una explosión a gran escala seguía siendo la opción más atractiva. Pero no podía ser en la casa de mi amigo. Entonces, los haría salir y hacerme perseguir hasta otra casa. Dejar en una posición estrategica uno o dos galones de gas y hacerlos volar con una granada. Tendría que entrar a la casa, para que la persecución terminara ahí, y tendría que salir por la ventana de la pieza que daba a la calle. Estaba seguro que su nivel de inteligencia era tan bajo, que no serían capaces de deducir que había salido por ahí. Sería el momento exacto para tomar una de las granadas y lanzarla hacia la morada.

No lo pude creer cuando me vi a unos metros de la puerta otra vez, a punto de ejecutar un plan tan improvisado como temerario. Posiblemente iba a morir, pero la idea no me paralizaba. Es más, una extraña paz me tomó el cuerpo y dejé que los hechos sucedieran. Iba a ser ahí o en unos treinta años más con un cáncer pulmonar. La casa en donde los iba a encerrar era una vivienda ubicada a unas cinco moradas hacia el oeste. Abrí la puerta de acceso y en la entrada coloqué el galón de gas de la cocina. Sólo quedaba ver que iba a pasar. Entonces, sin dejar de escuchar los leves quejidos y carraspeos de las gargantas de aquellos infectados, introduje la mano por la abertura del vidrio roto, tomé la perilla y la giré. Escuché a dos callarse al escuchar el sonido invasor. Me alejé y con el pies empujé la puerta.
La primera impresión fue ver una horda de hombres y mujeres, poseídos por el trance de algún demoníaco mal, esclavos y a la espera de las ordenes de un maligno ser. Definitivamente consciencia o sentimientos humanos no había dentro de esos horribles y enfermos seres. Sólo eran propietarios de ese instinto animal y violento que los tenía de pies, el mismo instinto que los hace ir detrás de aquellos que no están infectados. El mismo que les permitió saber que yo no era uno de ellos.
Por un momento no se movieron. Aquello me extrañó. Mis encuentros anteriores habían empezado con una mala relación desde un principio. Sin embargo, esta vez parecía ir todo bien. Entonces, excitado por saber cómo iba a salir todo, le apunté a un hombre anciano, que iluso me miraba como si de un alienigena se tratara, y le acerté una bala en la frente. De inmediato cayó y sus amigos, gritando y gimiendo, corrieron tras de mí...


Continuará...




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