Día 4, Parte 3
Escuché el sonido de los dientes del soldado chocando cuando sin meditarlo trató de morderme el cuello o la oreja. Grité con fuerzas para liberarme del miedo y el escalofrió que me paralizó el cuerpo cuando sentí sus frías manos tirar de mi piel. Él también gimió de forma extraña.
Escuché el sonido de los dientes del soldado chocando cuando sin meditarlo trató de morderme el cuello o la oreja. Grité con fuerzas para liberarme del miedo y el escalofrió que me paralizó el cuerpo cuando sentí sus frías manos tirar de mi piel. Él también gimió de forma extraña.
Me di un impulso y con un codazo en la nariz, lo derribé haciéndole caer hasta el fondo del jeep. Cuatro veces traté de tomar la perilla que abría la puerta de mi lado. El quinto intento fuer el acertado y, escuchando como el solado volvía a levantarse, logré abrirla y caer al suelo. En ese momento, todo fue más lento y pesado. Trastabillando me levanté, al mismo tiempo que comenzaba una dolorosa carrera dirección al tanque, escuchando como el soldado infectado salía del vehículo militar también. Rodeé el blindado, recordando que mi única opción de poder derribarlo estaba tirada en el asiento del copiloto.
El soldado, con la característica dificultad al correr, torpe y medio lento, venía tras de mí queriendo encontrar el sabor de mi carne. Había tratado de morderme. Ni siquiera de asfixiarme o quebrarme el cuello. Había sido una mordida su segundo golpe. No había dudas.
Fue un alivio volver a encontrar el jeep. Corrí hasta a la puerta del copiloto y tomé la escopeta. Para asegurarme, temblando del terror al escuchar la carraspeada voz del infectado acercarse, abrí la carga y observé el último tiro que me quedaba. El soldado estaba cerca. Cerré el compartimiento del arma y di unos pasos atrás para darme un campo de visión más amplio para poder acertarle.
El hombre, con su boca rebalsada en dientes quebrados y sangre negra, de ojos completamente oscuros y un color de piel blanco lechoso, se acercaba sin titubeo, no temiendo de que estaba siendo apuntado con una escopeta, lista para ser disparada.
No lo pensé más. Centré la mira con su frente y apreté el gatillo. Un cerrado y poderoso ruido se dejó sentir en la quieta avenida. El impacto le voló medio cráneo al soldado, el cual cayó de espaldas de inmediato. Luego vino un incomodo silencio.
A mi rededor, nada removió el sonido del disparo. Tan sólo podía escuchar mi agitada respiración, atento al momento en que el soldado se volviera a levantar. Su cabeza se estremeció bajo el impacto y un polvo rojo se dejó levantar. Debería haber muerto, como los dos hombres que había herido hace cuatro días. Pero ellos se levantaron. Él también tendría que levantarse.
Pero no se levantó.
Una sensación de tranquilidad me fue ahogando. Era gratificante en ese momento. Bajé la escopeta, la cual habría usado de bate en caso de cualquier cosa, y con paso celoso me acerqué al cuerpo inmóvil del soldado infectado. Sus sesos se esparcían rojos y azules sobre el asfalto, en un charco de sangre negra. Sus ojos se perdían en la abertura de su cráneo. Al parecer no volvería a ponerse de pies.
Siempre cuidadoso, escuchando mi rededor, atento a cualquier movimiento, toqué con la escopeta el cuerpo del hombre infectado. No hubo respuesta al estimulo. Me acerqué convencido de que estaba muerto. Y lo estaba. No respiraba. No había evidencia alguna de signos vitales. El único movimiento era la fuga de sangre en su cráneo abierto.
Me levanté alertado por el gemido de otro infectado proveniente desde la caravana de autos. Miré por última vez al soldado. Había venido a defender a su país y había sido alcanzado por la amenaza que sin obstáculos se esparció. Pidiéndole disculpas, le saqué su arma de servicio y dos granadas que pendían de una correa en su pecho.
Me dirigí hacia el jeep, dejando en el suelo la escopeta que me había salvado dos veces la vida. De un salto me volví a subir. Inspeccioné la cabina: no había otra sorpresa. Torcí el manubrio hacia la derecha y comencé mi viaje...
Continuará...
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