Ayer vi a La Crespa. Me acuerdo de ella cuando tenía veintiuno. Con Roberto ibamos a trabajar a la Farfana y siempre la veíamos en la micro. Se sentaba en la ventana, en los asientos de atrás, acompañada siempre por el mismo hombre. Yo pensaba que era su pololo, porque aunque no intercambiaban palabra alguna, entre ellos parecía haber un extraño lazo de complicidad.
Mi compañero me decía que no lo eran.
"¿Entonces es coincidencia que se sienten juntos todos los días?" le preguntaba.
Tenía una frondosa, fresca y brillante cabellera crespa, como fabricada con ciencia milimetrica. Se la peinaba sobre la mollera, acentuando la cristalidad de sus ojos que fijos se mantenían todas las mañanas en el reflejo de la ventana.
A Roberto le gustaba demasiado. Decía que no podía quitarle la vista a su pelo, a sus ojos, a su piel blanca. Despertaba envuelto en la esperanza de algún día tener la suficiente valentía para hablarle. De por lo menos escuchar la voz que saldría de sus labios.
En ocaciones la no la veiamos por semanas. A veces todos los días.
Ayer la vi en la tele. Le puso un combo a un camarografo a la salida del tribunal, echandole a demás un par de puteadas.
Tres meses después que dejé de trabajar en la Farfana, supe que Roberto le había hablado. La Crespa no le dio el placer de escuchar su voz. Tan sólo le dio una orden al gorilón que iba a su lado, quién le dio tres puñaladas en el dorso.
Roberto ahora se va sentado adelante.
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