jueves, 27 de diciembre de 2012

Día 221: El Deseo

Cuando cerré los ojos para pedir el deseo antes de apagar la vela de mi torta, me costó creer que pedí:
"Que todo siga igual, por favor"

domingo, 23 de diciembre de 2012

Día 220: El Reemplazante

El reemplazante es un tipo de mirada sincera y sencilla. Me saludó fijándome una inquisitiva mirada, con un sutil apretón de manos, queriendo decir "Sé quién eres" Yo le sonreí disimulado, diciéndole "Yo sé también quién eres tú"
Durante la velada le clavé tres cuarto de mi mirada. Caballero se acerca. Delicado la toca. Sensual le dice algo al oído. Debería haber saltado sobre su cuello como el mejor ninja y debería haberle rebanado la yugular, tomar su cabeza y llevarla a la mesa, pero algo me detiene. El verla a ella me detiene. Casi un año después noto que la historia cambió y regreso atrás no hay. Ella es feliz. Él la hace feliz. Y eso me deja tranquilo. 
Algunas historias terminan. Otras empiezan. Emilia se queda dormida en mi pecho.

Me llama tarde al celular. Se da trescientas mil vueltas para preguntarme "¿Hubo alguien?"
Con un dolor en el alma le digo "No. No vi a nadie"

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Día 219: Una Nueva Especie

Día 16, Parte 6


Ágil e inteligente fueron las dos únicas palabras que mi mente pudo almacenar. Manejaba el vehículo de forma instintiva.
"Eliseo" escuché a Sara a los lejos tratando de hacerme reaccionar.
Me era imposible. El miedo se apoderaba de mis huesos. De mi ser. Y es que de golpe me sentí solo en el mundo. De golpe sentí que era una hormiga arrancando del ineludible pies de un niño. Estaba a punto de ser aplastado.
"Eliseo" la voz de mi amada ahora era clara.
Al frente, saltando a toda velocidad de la horda participante del festín que se estaban dando con los soldados del puesto de mando, apareció un infectado de cuerpo atlético (recuerdo con precisión cada uno de sus tonificados músculos), corriendo veloz, sincronizando a la perfección el movimiento alterno entre sus brazos y piernas. Juro que lo vi observando al grupo de infectados alimentándose. Estaba de pies, observando. Deja que los perros coman, el maestro sólo mira. Entonces un vehículo, elemento que vieron en gran cantidad al principio de la expansión, se acerca amenazante. Hay que detenerlo. No deben quedar sobrevivientes.
"Está corriendo" tartamudeó Sara.
"Agáchate cuando te diga" le ordené decidido y aceleré el vehículo.
Ella ni siquiera preguntó. Tan sólo espero el momento. El infectado, notando que el automóvil aceleraba, inyectó más energía a su carrera, dándose arenga con un grito infernal. Su corpulento cuerpo desnudo se contraía y se expandía en una maraña de sudor, sangre ajena y músculos. Su misión era derribarnos. La mía; pasar. Entonces llevé el velocímetro hasta los cien. El casco del vehículo retumbaba de potencia y velocidad. Fue cuando sucedió lo que imaginé. El infectado dio dos pasos cortos y saltó preparándose para caer sobre nosotros. Obviamente no notó que antes de dar el brinco, reduje la velocidad hasta los cincuenta kilómetros por hora y luego nuevamente aceleré. Si el infectado pensaba en caer sobre el capó (¿pensaba?), ahora lo iba a hacer sobre el parabrisas. Y así fue.
"¡Agáchate!" le dije a Sara.
Los segundos se precipitaron sobre la escena. Un fuerte estruendo se dejó sentir; el parabrisas sucumbió bajo el impacto del hombre infectado, el cual ingresó al vehículo a tan alta velocidad que fue dar con el parabrisas trasero y salió proyectado del automóvil. Sobre la misma, recordando que a pocos metros estaba el puesto de control, me levanté y activé el freno de manos. El vehículo comenzó a girarse paulatinamente sobre su eje, soltando toda la potencia que llevaba sobre sus ruedas hasta que se detuvo por completo. Me bajé y de un combo en el rostro derribé al primer infectado que trató de atacarme. No duraría mucho en el suelo. De una patada bajé al segundo. Los demás inmutables seguían comiendo. Sin perder el tiempo tomé una ametralladora y le di mejor vida al primer infectado que me había enfrentado. El arma de alto calibre y efectividad, en pocos segundos, me permitió asesinar a todos los infectados presentes el lugar, los cuales alertados por los bombazos de las balas disparadas, corrían buscando darme muerte.
"¡Eliseo!" de pronto escuché a la pelirroja.
Me giré de golpe hacia su ubicación. Ella asustada miraba hacia el oeste desde donde nuevamente el infectado corredor emprendía un nuevo ataque. Su blanco era Sara en el auto. Tomé una pistola. Respiré hondo y relajé la mano. Apunté esperando la mejor oportunidad. El infectado parecía no verme. Esperé el momento. Esperé a que estuviera más cerca. Y el disparo se dejó sentir. Mi brazo se sacudió con la energía del tiro. La bala salió recta y precisa. El infectado se desestabilizó por el impacto. Su cabeza dio un agresivo giro. El impacto había sido certero. Trastabilló y por la velocidad contenida en sus piernas fue caer con violencia sobre la puerta del copiloto.




FIN

sábado, 15 de diciembre de 2012

Día 218: Itata

Día 16, Parte 5

Procuré que Sara  no me notara, pero vez que podía trataba de sacudirme la atrofia que me colapsaba los músculos cuando el miedo se hacía de mi consciente. Concepción había sido totalmente vulnerada por la incalculable fuerza de la población infectada. Habían roto el cordón de alta seguridad y no había arma que los pudiera detener. Eran indestructibles. Poseedores de razón o no, se habían hecho de el poder más omnipotente sobre la tierra; la multitud. Entonces, conduciendo a toda  velocidad por las calles de la ex nueva capital, supe que el igual a igual ya no existía. La expansión de lo que sea que tenía a esas personas así había quebrado todos los límites. Eramos minoría. Y más allá de los limites de la visión, los infectados seguían llenando la ciudad. A lo lejos, bombazos de desesperados ciudadanos eran el eco de un lucha con un fin conocido. 
"¿A dónde vamos?" me preguntó de pronto Sara.
Era raro a veces escuchar su voz. Habían sido dos semanas. Dos eternas semanas.
"Hacía la ruta 5" le dije.
Quizás vio en mi mirar los destellos de la lucha de mis pensamientos. Tenía que darle seguridad. Tal vez no había enfrentado tan de cerca la situación. Quizás tampoco no sabía cómo disparar un arma. Entendí que no podía dudar en los minutos que veloces se aproximaban. No podía trastabillar. Tenía que ser su guardián. Entonces me tuve que liberar de los miedos y busqué ser un sobreviviente. Concepción había regalado estabilidad, pero vino un viejo y le quitó el dulce al niño. Ya no había nada. Conduje el vehículo por donde mismo habíamos ingresado hace unos días, la autopista del Itata, esperando encontrarme con el puesto de vigilancia y de ahí tomar algunas armas. 
Con el acelerador a fondo, atravesando las calles, recordé a John. Recordé a Silva. Estaban en La Serena. Ese era el próximo destino. El norte. El sur había sucumbido. Había sido un digno soldado. Su muerte sería recordada. 
Estúpido y tonto, nuevamente pensando en el desastre en desarrollo, mi vista se topó con el puesto de control... atestado de infectados tomándose de desayuno a los soldados que no alcanzaron a escapar. Descendí la velocidad. Sara se arrimó al asiento.

Continuará...

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Día 217: Caravana de la Muerte

Día 16, Parte 4

La carretera era una peligrosa y cercana opción de escape. Iba a estar atestada de infectados, pero los riesgos de quedar atrapado eran menos que si cruzaba el pastizal. Entonces forjé el camino hacia el este, pensando en la berma como vía de salida, cruzando la seca vegetación. Fue cuando Joel y Liliana se cruzaron entre mis pensamientos. Teníamos que ir a rescatarlos.
“¿Recuerdas el camino de vuelta? Volveré a salir por la carretera que llegamos” le dije a Sara.
“¿Volver?” me preguntó descolocada.
En eso un joven infectado se dio de bruces contra el parachoques del vehículo, haciendo sacudir toda su estructura.
“Joel está en la ciudad” y Liliana también, pensé.
“Si volvemos, quizás no tengamos oportunidad de sobrevivir” me refutó “Eliseo, eran tal vez miles los infectados que habían en la carretera. No lo vamos a lograr. Él ya no lo logró”
Su temple y decisión me hicieron estremecer.
“Pero..”
“Mi amor. Esto es lamentable. Es un lamentable accidente. Dime tú si realmente se puede hacer algo. Dime tú que podemos volver y saldremos vivos, y te juro que creeré y volveré” me dijo “Hazme creer que esto es sólo casualidad. Convénceme de que es mera coincidencia del destino el que un día antes de que Concepción cayera tú te encontraras con Joel entremedio de un millón de posibilidades que impedían tal suceso…”
Recordé el choque entre el camión y la micro en donde iba. Recordé que si Leandro no se hubiese tomado la toxina, no habría entrado a Concepción. Entonces no me habrían llevado a la casa de Liliana, una mujer que cedió su confianza cinco días después de conocernos, porque quizás si hubiésemos caído antes en las garras de la lujuria, tal vez aquella noche no me habría acostado con ella. Y no habría salido más tarde al punto de abastecimiento. No habría tomado la micro, que fue impactado por un chofer desconcentrado como el que asesinó a mis padres. Joel no me habría visto. Sara tampoco. Ella no habría decidido que yo era todo lo que le hacía falta y no habría ido al living en donde trataba de dormir. No habríamos arrancado como lo hacíamos siempre y no habríamos hecho el amor toda la noche en las parcelas que rodeaban la periferia de la ciudad. No nos habríamos salvado de la nueva invasión.
Fue cuando vi el milagro.
Salí a la carretera. Tengo que haber atropellado a una docena de infectados. Tomé la berma y camino al norte rodee la caravana de la muerte.

Continuará...





domingo, 9 de diciembre de 2012

Día 216: Rastreador

Día 16, Parte 3

Instintivamente se arrimó a mi cuerpo y me afirmó las manos.
“No lo vi” dijo con la voz en un hilo.
“No grites. No llores. No te muevas” le pedí “Si nos detecta como humanos, comenzará a gritar y en minutos no será uno, si no cien los que rodeen el auto”
Más me apretó la mano. Tenía que advertirle de los riesgos para que supiera a qué nos enfrentábamos, aunque eso implicara que se derrumbara en miedo.
El zombie, una mujer de edad incalculable, con mandíbula dislocada, un rostro ahogado en profundas heridas y sus pelos secos en una salmuera de sangre, se aferró el vidrio de la puerta derecha. Sus movimientos eran pausados; no estaba buscando comida. No nos notaba aún. Entonces fue cuando algo llamó mi atención. Su nariz estaba totalmente rebanada, dejando ver los huesos de las fosas nasales. Aún así, la infectada estaba oliendo la ventana, buscando el aroma de la mujer que había detectado. Estaba buscando a Sara. Su aroma tenía que estar impregnado en la ventana, en mínima cantidad, pero lo estaba. Pequeños cartílagos y venas se contraían y soltaban al momento de oler. Entonces recordé a la infectada que me había seguido. Nuestro primer encuentro fue netamente reconocimiento. Me olorosó. Me marcó. Su cerebro era capaz de recordar olores de mínima esencia. Eran verdaderos buscadores. Detectores. Fue cuando me pregunté ¿Lo hacen por instinto? ¿Lo hacen a causa de la infección? ¿Se mueven en manadas y cumplen el papel de buscar la comida?
La mujer no se movía. Estaba empecinada en encontrar la presa que había logrado escapar. Nosotros no dejábamos de mirarla, sin realizar movimiento alguno. Hasta que de pronto se detuvo y se quedó mirando fijamente a Sara. Un silencio inmortalizó una imagen que nunca podré olvidar. La infectada la había encontrado. Lentamente, como queriendo que la comida no escapara, comenzó a abrir su fracturada mandíbula, para luego emitir un ensordecedor grito.
“Los está llamando” dije y sacándome a Sara de encima, salté hasta el asiento del piloto.
“¡Eliseo!” gritó la pelirroja.
Y se escuchó como el vidrio se quebraba bajo un potente golpe de la mujer.
Torcí con fuerzas la llave sobre el contacto y el motor encendió al instante. Solté el embriague y le di a todo lo que dio el acelerador.
Continuará...

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Día 215: Invasión

Día 16, Parte 2
Sara y yo no cruzamos palabra alguna. Me hizo subir al auto que Joel había “tomado prestado” los primeros días de su estancia en Concepción y comenzó a conducir. Condujo por las penumbrosas calles de la ciudad penquista, concentrada y focalizada en lo que quería hacer. Yo no era capaz de preguntar nada. En esos instantes no me atreví a ser nadie. La pelirroja había tomado una decisión y era mejor no cruzarse.
Quince minutos después los edificios, los supermercados, los departamentos municipales, las casas y las grandes autopistas habían quedado atrás. Al frente no había más que pastizal siendo alumbrado por los focos del auto, un cielo estrellado y un frío silencio. Tan sólo quería saltar sobre ella y hacerle el amor o llorar en su pecho. Pero algo nos detenía a ambos.
“Pensé que habías muerto” dijo de pronto. No me miraba.
“Por lo menos pensabas en mí” dije yo. Era lo único que podía hacer: bromear.
Ella aún reía con mis estupideces. Ella aún me miraba en forma sostenida, penetrante. Ella aún me amaba y no hacía falta que me lo dijera. Entonces hizo que las dos semanas que no habíamos tenido contacto se tradujeran en esos quince minutos de sueño que nos tomamos cada vez que nos quedábamos toda la noche amándonos. Se aferró desesperadamente a mis ropas y me derrumbó a besos, entre jadeos y lágrimas. Aquellas dos semanas habían sido algo terrible. Algo que de seguro nunca más queríamos vivir.

Traspuesto entre mi somnolencia y mi conciencia, di gracias por las horas de sueños concedidas. No recordaba la última noche que había caído en un descanso tan profundo y reponedor. De golpe había desaparecido ese incomodo y turbio estado de alerta. Y aunque no estaba del todo cómodo en el asiento trasero del auto, no había nada más exquisito que dormir ahí. 
Fue cuando la puerta del lado derecho se abrió de golpe. De un salto me repuse y vi como Sara entraba rauda y asustada. Con otro golpe cerró la puerta y me miró con terror.
“¿Qué te pasó? ¿Dónde estabas?” le pregunté.
Antes que dijera palabra alguna, noté que ya la mañana había poblado los cielos de Concepción, con un sol que vanidoso se iba cubriendo por bancos de nubes.
“Infectados…” murmuró
Me sobrecogí por completo.
“Fui a hacer pipi y alcancé a ver la carretera que va a la ciudad” me comenzó a explicar “Eran cientos y cientos, Eliseo” me dijo y comenzó a llorar, para contenerse a los segundos después “Tienen que haber cruzado el cordón de seguridad” dedujo.
“¿Alguno te vio?” le pregunté quedándome totalmente quieto.
“No”
“¿Segura?” le pregunté, indicándole al infectado que lento y torpe venía caminando hacia el auto.


Continuará...

sábado, 1 de diciembre de 2012

Día 214: Desvelado

Gracias por el tiempo. Por las letras leídas. Les dejo la octava parte de esta historia. Espero disfruten

Día 15, Parte 4

Me comí tres cigarros. La puerta se abrió. Recordé el momento en que alcancé a atajar a Sara. Mi presencia la había descompuesto. Joel se sentó al lado mío. También prendió un cigarro. Por algunos segundos nos quedamos callados.
“Desde que partió toda esta hueá, Sara ha cambiado mucho” comenzó a decir de repente. Luego se quedó en pausa pensando. Entonces corrigió su declaración “En realidad estaba rara desde antes que todo esto sucediera. Estaba callada. Distante. Esto sólo terminó por separarla de mí” le dio una aspirada a su cigarro y luego sonrió. En realidad Joel no sospechaba de lo nuestro “Ni siquiera hemos hecho el amor, compadre. Me siento como la mierda”
Fue cuando una frase en la historia del novio de Sara rebotó en las paredes de mi cabeza “Llegué a la casa. Sara estaba sentada esperándome. Me dice que tiene que hablar conmigo. No la tomé en cuentaLa pelirroja quería hablar con él. ¿Qué quería hablar con él? ¿Hablar del por qué parecía tan distante y callada?
En eso pasaron tres helicópteros por sobre nuestras cabezas, dirección al norte. El poderoso sonido de los motores nos obligó a silenciarnos por algunos segundos.
¿Cómo está? le pregunté.
Está bien me contestó Fue sólo el shock de no haber visto ningún rostro conocido en tanto tiempo
Definitivamente Joel no tenía ni siquiera sospechas de que Sara y yo éramos amantes.


Día 16, Parte 1

Dieciséis días desde que la historia de un país entero se quebró. Debería estar tirado en mi cama viendo el resumen del fútbol del día domingo, pero en vez de eso me estoy quebrando el cráneo tratando de adivinar que le sucedió a Sara y qué estaba pensando ahora, aferrado a una frazada de un dudoso olor, escuchando como los helicópteros pasaban sobre la casa. Entonces me acuerdo que el día doce noté que la presencia militar en las calles había descendido considerablemente, sin explicación alguna. La ciudad parecía estar más tranquila; algo favorable. Sin embargo, me pareció incómodamente inusual la poca cantidad de uniformados, considerando que la situación de la infección no parecía mejorar.
A los dos días se inició el incontenible sobrevuelo de helicópteros que van hacia al norte, sobrevuelo que hasta estos momentos persiste y aumenta.
A los lejos el tránsito de vehículos es el único sonido presente. La nueva capital duerme y sobrevive una noche más.
Fue cuando el crujido de una tabla en el pasillo que daba a la escalera y la pieza de la dueña de casa me puso alerta. Dos helicópteros pasaron sobre el techo de la morada. Ahora son varias las tablas que suenan. Alguien parecía venir. Quizás la anciana aletargada por el insomnio. Me acomodé sobre los codos para tener una mejor visual. La persona parecía venir tanteando el terreno. Su lentitud me desesperó. Entonces otra idea me hizo recogerme en un aterrorizante escalofrío. Y si lo que venía no era una persona, si no un infectado. Diez y cuarto de la noche, acceso sur de la ciudad. Un vigilante se descuida y una horda logra penetrar el cordón de seguridad. Silenciosos los infectados recorren la ciudad y van esparciendo su virus de terror y muerte. Un padre de familia, técnico paramédico, cincuenta y tantos, abre una puerta de cocina que su dueña no cerró y se mete a la casa. Huele el olor de un hombre sudoroso y nervioso, y siente que sus carnes y piel serían una buena cena. Pero nota que las presas arrancan o tratan de atacar, así que lento va a su encuentro por el pasillo de la escalera.
En eso Sara aparece al principio del pasillo. Instintivamente me siento en el sillón en donde trataba de dormir y siento como el aire va desapareciendo de mi pecho. Mi cerebro no asimila la idea de que ella estaba ahí, vestida con buzo y chaqueta, o por lo menos no se esperaba la escena en donde se levanta de su cama y llega al living en donde trataba de dormir. Ojalá pudiera describir con mejores palabras lo único y omnipotente que se siente verla. No entendía cómo la amaba tanto. No entendía en qué momento de pronto entiendo que dejaría todo por ella, no importando lo que venga más adelante. Literalmente saltaría al vacío. Y no me importaba si perdía todo, si perdía mi dignidad, si la perdía a ella. Estaba viviendo el sublime y puro acto de saber amar y no iba a retener nada adentro. Mi alma hablaba alocada.
Acompáñame me susurró, tendiéndome la mano.

Continuará...