lunes, 29 de abril de 2013

Día 241: Perdón

Créeme cuando te digo que no quería que supieses así la verdad. Créeme que si estás leyendo esta carta es porque las cosas salieron bastante mal y en estos momento debo estar rezando para que todo se solucione. Me habría gustado verte por última vez, ver esa sonrisa, el misterio de tus ojos, cómo se ruborizan tus mejillas en un fuego ardiente de vergüenza, que me hubieses apretado la mano y que te hubieses quedado en silencio en mi pecho. Te habría llevado lejos donde nos gusta escapar y te habría hecho el amor sin explicarte qué sucedía. Pero no tenía que ser así. Te pido perdón por ser tan cobarde. Los chiquillos ya deben haberte explicado porqué tuve que tomar esta drástica decisión. Mi vieja se está muriendo y no vi otra solución. 
Debes estar pensando que me habrías dado todo tu incondicional apoyo y me habrías dejando venir sin mediación o duda alguna, estoy seguro de eso, pero en un momento me di cuenta que todo quedaría en nada si antes de partir te hubiese mirado a los ojos. Tú eres el claro ejemplo de que existe un mañana y que hay cosas que no se pueden evitar, que los hechos suceden y no hay quién los pueda detener; eres todo lo que he esperado y por ti me habría quedado y habría dejado que las cosas pasaran. No podía arriesgarme a fallar frente a ti, porque estoy seguro que al mirarte sonreír, no habría podido partir y te juro que en aquel momento no necesitaba darme cuenta de lo evidente que es el ciclo de la vida: nacemos, vivimos, morimos.
Simplemente llegaste en el momento equivocado.
Te amo

(Carta de Tomás a Nicole)

miércoles, 3 de abril de 2013

Día 240: Yo no sé

Yo no sé si existan los verdaderos amigos o los grandes amores. Prefiero esperar a que una mano emerja de la oscuridad y me lleve a la luz y besarnos cuando seamos dos ancianos sentados en la banca de una plaza.

lunes, 1 de abril de 2013

Día 239: Planeta Grande

Silencio en la línea. De pronto el mundo es muy grande y silencioso. Un amargo trago de saliva se escurre ardiente por mi garganta. Sé volar y le ordeno a mi cuerpo salir disparado por la ventana del cuarto, pero nada de eso sucede. Sigo sentado en la silla. De fondo sólo se percibe el zumbido de una zapatilla de enchufes conectada hasta el tope; la energía pasando a una alta velocidad. Con el dedo índice y pulgar me peino las cejas, cerrando los ojos con fuerzas buscando dejar en blanco la mente y esperando que de pronto aparezca la solución clara y brillante. Pero tiene razón: no puedo resolverlo todo. Y volar es una bala trabada en una pistola llamada impotencia, caliente por disparar hasta más no poder. Entonces "Retroceder el tiempo" se esconde como un cobarde. Nada sirve en un momento así. Miro el cielo hacia el sur entre las persianas del cuarto y un manto de nubes marrón oscurece más la penosa escena. Estoy solo y con las manos vacías, qué extraña sensación. 
El hermano de Elizabeth falleció. Era autista. No supo explicar qué tenía. Cuando llegó al centro asistencial el día jueves, los doctores declararon una gastritis  Lo devolvieron a casa. Preocupada, mamá lo volvió a llevar el día viernes. Ahora a una clínica con las esperanzas de tener un diagnóstico que explicara porqué el pequeño no tenía apetito, no jugaba y en ocasiones perdía el equilibrio. Claramente no era gastritis. Los médicos, profesionales y personas de vocación, declararon la presencia de una otitis, haciendo caso omiso al dolor de cabeza que reclamaba el niño tocándose la misma. La madre pidió exámenes más rigurosos. Una otitis no hace que un niño pierda el apetito o el equilibrio. Pero los doctores expresaron: "Es complicado tratar a un paciente con las características de su hijo. Un autista no se dejaría examinar" y se negaron a chequearlo una vez más. 
"Podrían haberlo sedado" pensé mientras Elizabeth relataba lo sucedido.
Mamá e hijo volvieron a casa, en paralelo una infección comenzaba a comerse lentamente el cerebro del hermano de mi amiga.
Son las dos de la madrugada de un frío sábado. La dueña de casa se levantó a ver cómo estaba su pequeño. Al tocarlo, éste último no reaccionó. Su cuerpo estaba helado. La infección había hecho lo suyo.
A las cuatro de la madrugada el celular de Elizabeth sonó en medio de la oscuridad. Era su abuela con malas noticias. 

Lo más fácil es rendirse. Es el camino más corto. El atajo. Y como el atajo da más rápido con el final, seria lo más fácil de tomar. Pero se lo impido. En mis manos sólo tengo un celular y palabras que quizás de poco y nada servirán. Poco puedo hacer. Me dice que tiene que colgar. Ni siquiera la puedo abrazar. Su madre la necesita. 
"Pinchame si necesitas algo. Lo que sea" le alcanzo a decir.
"Yo te pincho"

Que planeta tan grande.