Silencio en la línea. De pronto el mundo es muy grande y silencioso. Un amargo trago de saliva se escurre ardiente por mi garganta. Sé volar y le ordeno a mi cuerpo salir disparado por la ventana del cuarto, pero nada de eso sucede. Sigo sentado en la silla. De fondo sólo se percibe el zumbido de una zapatilla de enchufes conectada hasta el tope; la energía pasando a una alta velocidad. Con el dedo índice y pulgar me peino las cejas, cerrando los ojos con fuerzas buscando dejar en blanco la mente y esperando que de pronto aparezca la solución clara y brillante. Pero tiene razón: no puedo resolverlo todo. Y volar es una bala trabada en una pistola llamada impotencia, caliente por disparar hasta más no poder. Entonces "Retroceder el tiempo" se esconde como un cobarde. Nada sirve en un momento así. Miro el cielo hacia el sur entre las persianas del cuarto y un manto de nubes marrón oscurece más la penosa escena. Estoy solo y con las manos vacías, qué extraña sensación.
El hermano de Elizabeth falleció. Era autista. No supo explicar qué tenía. Cuando llegó al centro asistencial el día jueves, los doctores declararon una gastritis Lo devolvieron a casa. Preocupada, mamá lo volvió a llevar el día viernes. Ahora a una clínica con las esperanzas de tener un diagnóstico que explicara porqué el pequeño no tenía apetito, no jugaba y en ocasiones perdía el equilibrio. Claramente no era gastritis. Los médicos, profesionales y personas de vocación, declararon la presencia de una otitis, haciendo caso omiso al dolor de cabeza que reclamaba el niño tocándose la misma. La madre pidió exámenes más rigurosos. Una otitis no hace que un niño pierda el apetito o el equilibrio. Pero los doctores expresaron: "Es complicado tratar a un paciente con las características de su hijo. Un autista no se dejaría examinar" y se negaron a chequearlo una vez más.
"Podrían haberlo sedado" pensé mientras Elizabeth relataba lo sucedido.
Mamá e hijo volvieron a casa, en paralelo una infección comenzaba a comerse lentamente el cerebro del hermano de mi amiga.
Son las dos de la madrugada de un frío sábado. La dueña de casa se levantó a ver cómo estaba su pequeño. Al tocarlo, éste último no reaccionó. Su cuerpo estaba helado. La infección había hecho lo suyo.
A las cuatro de la madrugada el celular de Elizabeth sonó en medio de la oscuridad. Era su abuela con malas noticias.
Lo más fácil es rendirse. Es el camino más corto. El atajo. Y como el atajo da más rápido con el final, seria lo más fácil de tomar. Pero se lo impido. En mis manos sólo tengo un celular y palabras que quizás de poco y nada servirán. Poco puedo hacer. Me dice que tiene que colgar. Ni siquiera la puedo abrazar. Su madre la necesita.
"Pinchame si necesitas algo. Lo que sea" le alcanzo a decir.
"Yo te pincho"
Que planeta tan grande.
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