"¿Qué sentido tiene vivir?" me preguntaba Joan.
La luz por instantes se desparramaba por la pieza, para luego ser cubierta en penumbra. Tenía la sensación de estar navegando en un barco sumido en una poderosa tempestad, surcando a alta velocidad los interiores de gigantescas olas. A veces podía escuchar gritos en la lejanía, que se apagaban en el eco de alguna pesadilla traspuesta. Y nuevamente las cortinas se alzaban silenciosas bajo el alelo de alguna brisa matutina, impulsada por la luz de lo que parecía ser un nuevo día.
"Despierta" me decía Sara.
"No tiene sentido vivir" me decía Joan. Ambos estábamos tendidos al costado de su cama.
Luego todo es oscuridad otra vez.
Tranqué la puerta de mi departamento con el mueble que sostenía al televisor y el sillón de tres cuerpo de mi sala de estar. Después sólo puedo recordar confusas y angustiantes pesadillas de yo arrancado de una multitud de aquellos hombres infectados, hambrientos de mis carnes, entre calles y edificios que terroríficos se expandían en el espacio.
No entiendo muy bien por qué sucedió, pero dormí cuatro días seguidos. Quizás fue la repercusión del fuerte shock vivido al momento de enfrentar la situación de despertar en un mundo que no era el mío.
Tendido en mi cama desperté, perdido aún en una realidad desconocida, entre el tiempo y el espacio, en donde no había leyes de ningun tipo. El sol, imponente, entraba por la ventana desconociendo todo lo que había ocurrido en aquella insignificante porción de tierra, alumbrando como si de un día veraniego se tratara. Y así lo era. El problema, el ironico problema, era que todo parecía ser un penumbroso y callado día de otoño.
¿Qué hacer? Con la sensación en la garganta que todo había sido un mal sueño, me levanté y observé por mi ventana las poblaciones aledañas al edificio. Todo estaba tan quieto como la noche de año nuevo. La calle que colindaba con el condominio de departamentos y que conectaba a las pequeñas villas con avenida La Florida, estaba atestada de vehículos abandonados y desparramados en todas las direcciones. Entremedio, dos hombres caminaban taciturnos y perdidos. Estaban... no sabía decir qué estaban. Decir que estaban infectados con alguna enfermedad era lo que mejor sonaba. Pero no tenía ni la más mínima idea de porqué actuaban de esa manera. No tenía ni la más mínima idea que había sucedido en el mundo.
Me devolví y encendí mi televisor. La estática era la protagonista en todos los canales. El televisor por cable estaba fuera de servicio. Lo mismo mi celular. ¿Seguir sobreviviendo? Algo me decía que no me dejara atrapar por la bella opción de volver al sueño profundo de una vida después de la muerte. Al recorrer mi departamento lo único que sabia era que no quería volver a sentir aquella incomoda sensación de no poder despertar. En el baño me lavé el rostro y con un poco de admiración le observé demacrado en el espejo. Luego bebí agua como un soldado perdido en el desierto.
Nuevamente me vi en una ventana. Ahora contemplaba la siempre quieta Cordillera. Qué mal había dejado pasar mi majestuosa señora. Respiré hondo y me hice la misma pregunta ¿Qué hacer? La primera respuesta fue buscar a los míos. Pero ¿Dónde? Obviamente habían arrancado del holocausto... ¿Obviamente? Fue entonces que entendí que tenía que ser realista y aceptar que algo catastrófico había azotado a la ciudad. No era una mala pesadilla. Era la verdad. Y dentro de esa verdad, me iba a encontrar con cosas que nunca imaginé ver... ¿Me quería encontrar con esas cosas? ¿Quería enfrentar lo que había conquistado de forma tan temeraria a la capital?
Para esas preguntas aún no tenía respuesta.
Saqué sillón y mueble de la puerta y, tomando la escopeta del administrador del supermercado, me aventuré a abrirla, esperando que apareciera uno de aquellos individuos. Pero eso no sucedió.
El pasillo frente a mi departamento se encontraba misteriosamente vacío y silencioso. Me asomé hacia el oeste; el pasillo se empinaba recto hasta la ventana. Hice lo mismo con el este; inhóspito el corredor se perdía un tanto penumbroso en las puertas que daban con las escaleras. Y todo aquel vacío estaba acompañado de un silencio total.
No había alma alguna, aparte de la mía, en todo el piso.
En ese momento, al decidir que la casa de Joan sería la primera en visitar al comienzo de mi búsqueda, me encontré con una mensaje alojado en la hoja de mi puerta
"Capitán Manuel Ávalos Prado" rezaba la frase escrita en con lápiz labial color marrón.
Inmóvil me quedé observando la escritura sobre mi puerta, tratando de entender qué significaba. Claramente, no tenía relación alguna conmigo y tampoco despertaba la imagen de algún lejano recuerdo aletargado. ¿Por qué en mi puerta? Miré las de mis vecinos; seguían con sus pinturas intactas. Miré de nuevo la mía. No lo entendía. Eran sólo letras escritas sobre la blanca pintura, sin causar ni despertar curiosidad o sentimiento alguno. No iba a seguir perdiendo el tiempo.
Detrás de mí cerré la puerta. Sería la última vez que estaría ahí.
Tendido en mi cama desperté, perdido aún en una realidad desconocida, entre el tiempo y el espacio, en donde no había leyes de ningun tipo. El sol, imponente, entraba por la ventana desconociendo todo lo que había ocurrido en aquella insignificante porción de tierra, alumbrando como si de un día veraniego se tratara. Y así lo era. El problema, el ironico problema, era que todo parecía ser un penumbroso y callado día de otoño.
¿Qué hacer? Con la sensación en la garganta que todo había sido un mal sueño, me levanté y observé por mi ventana las poblaciones aledañas al edificio. Todo estaba tan quieto como la noche de año nuevo. La calle que colindaba con el condominio de departamentos y que conectaba a las pequeñas villas con avenida La Florida, estaba atestada de vehículos abandonados y desparramados en todas las direcciones. Entremedio, dos hombres caminaban taciturnos y perdidos. Estaban... no sabía decir qué estaban. Decir que estaban infectados con alguna enfermedad era lo que mejor sonaba. Pero no tenía ni la más mínima idea de porqué actuaban de esa manera. No tenía ni la más mínima idea que había sucedido en el mundo.
Me devolví y encendí mi televisor. La estática era la protagonista en todos los canales. El televisor por cable estaba fuera de servicio. Lo mismo mi celular. ¿Seguir sobreviviendo? Algo me decía que no me dejara atrapar por la bella opción de volver al sueño profundo de una vida después de la muerte. Al recorrer mi departamento lo único que sabia era que no quería volver a sentir aquella incomoda sensación de no poder despertar. En el baño me lavé el rostro y con un poco de admiración le observé demacrado en el espejo. Luego bebí agua como un soldado perdido en el desierto.
Nuevamente me vi en una ventana. Ahora contemplaba la siempre quieta Cordillera. Qué mal había dejado pasar mi majestuosa señora. Respiré hondo y me hice la misma pregunta ¿Qué hacer? La primera respuesta fue buscar a los míos. Pero ¿Dónde? Obviamente habían arrancado del holocausto... ¿Obviamente? Fue entonces que entendí que tenía que ser realista y aceptar que algo catastrófico había azotado a la ciudad. No era una mala pesadilla. Era la verdad. Y dentro de esa verdad, me iba a encontrar con cosas que nunca imaginé ver... ¿Me quería encontrar con esas cosas? ¿Quería enfrentar lo que había conquistado de forma tan temeraria a la capital?
Para esas preguntas aún no tenía respuesta.
Saqué sillón y mueble de la puerta y, tomando la escopeta del administrador del supermercado, me aventuré a abrirla, esperando que apareciera uno de aquellos individuos. Pero eso no sucedió.
El pasillo frente a mi departamento se encontraba misteriosamente vacío y silencioso. Me asomé hacia el oeste; el pasillo se empinaba recto hasta la ventana. Hice lo mismo con el este; inhóspito el corredor se perdía un tanto penumbroso en las puertas que daban con las escaleras. Y todo aquel vacío estaba acompañado de un silencio total.
No había alma alguna, aparte de la mía, en todo el piso.
En ese momento, al decidir que la casa de Joan sería la primera en visitar al comienzo de mi búsqueda, me encontré con una mensaje alojado en la hoja de mi puerta
"Capitán Manuel Ávalos Prado" rezaba la frase escrita en con lápiz labial color marrón.
Inmóvil me quedé observando la escritura sobre mi puerta, tratando de entender qué significaba. Claramente, no tenía relación alguna conmigo y tampoco despertaba la imagen de algún lejano recuerdo aletargado. ¿Por qué en mi puerta? Miré las de mis vecinos; seguían con sus pinturas intactas. Miré de nuevo la mía. No lo entendía. Eran sólo letras escritas sobre la blanca pintura, sin causar ni despertar curiosidad o sentimiento alguno. No iba a seguir perdiendo el tiempo.
Detrás de mí cerré la puerta. Sería la última vez que estaría ahí.
Continuará...
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