jueves, 10 de febrero de 2011

Día 16: Amor Ajeno

Te juro que secretos y recuerdos no los venderé
No, no, no

PARTE DOS

Estuvimos a punto de devolvernos. No encontramos lugar en donde poder acampar. Habían sólo piscinas y lugares para el picnic, pero nada para poder pasar la noche. Sin embargo, uno propone... Elizabeth llegó y me pidió el vaso de jugo de frutilla natural que se había comprado.
"Encontré a un viejito que nos puede llevar a unos campings que hay más arriba. Nos cobra $2.500 por llevarnos y ver lugares" dijo decidida.
No le discutimos. A una mujer con voz decidida no se le discute. Tomamos nuestros bolsos y la seguimos hasta un pequeño furgón medio destartalado, color blanco, con un hombre de sonrisa eterna y un gorro de paja. Elizabeth las hizo de copiloto y nosotros tres nos acomodamos en el asiento de atrás. El tatita portaba en su oreja derecha uno de esos aparatos de plástico y silicona para poder escuchar sin problema, evidenciando el paso del tiempo en su cuerpo, junto a su arrugado rostro, al cual no se le podía borrar la sonrisa. Dirigió al Subarú fuera del centro del pueblo a la calle que las hacía de carretera rural y torció el rumbo dirección Cordillera. 
Por un momento temí por la vida de todos, tratando de mantener el equilibrio sobre la temeraria forma de manejar que tenía aquel característico hombre, el cual nos llevó por el típico serpenteo de los caminos del sur del país. Primero llegamos hasta unas parcelas custodiadas por la inquietante presencia de una abuela rechonchita y pelo encrespado por el calor del sol. Nos dejó entrar y mirar. La piscina no nos convenció. El sonriente chófer nos dijo que había otro camping un minuto más arriba. Y allá fuimos, y allí nos quedamos. El recinto contaba con tres piscinas, baños, duchas, un casino. Los lugares construidos para acampar eran de una considerable longitud, con pasto, una mesa de madera y un enchufe en caso de. 

Tarde de relajo y olvido. Estuvimos horas jugando en la piscina, disfrutando de los regalos de la naturaleza que envolvía al lugar. Estábamos a kilómetros de los edificios y de los problemas. Habíamos dejado, sin proponerlo, todo tipo de pensamiento referente a nuestras vidas, casi olvidando quienes eramos, sumergidos en el agua y el aire de los bosques que custodiaban el lugar. 
Después de una duchada, decidimos salir a buscar algún almacén o algo que se le pareciese, para llevar algo que llenara los estómagos sedientos de alimentos abundantes. Un sol tímido se dejaba ver lejano y apagado tras la imponente presencia de los frondosos y altos árboles que desfilaban silenciosos por el camino de dos vías que bajaba hasta el pueblo, cuidando quizás a las cientos de hectáreas que se desparramaban hasta donde la vista se pierde, cubiertas de plantaciones de choclos o haciéndola de casas de animales de granja. Avanzamos unos minutos de camino y llegamos a lo que era esa típica casa de campo, con paredes levantadas de adobe, abrasada por las extensas hojas de un parrón. Afuera, una mujer de unos treinta años nos esperaba detrás de una tierna mirada. Le preguntamos por las empanadas y las humitas que ofrecía en su improvisado cartel. Las primeras costaban $450 pesos, y para la suerte de David y la mía habían de camarón-queso. Las segundas costaban $500 pesos y eran del porte de un ladrillo. Sintiendo la suerte de haber encontrado un lugar barato, nos compramos dos empanadas cada uno. Las humas las dejaríamos para la noche. Pero no era lo único.
"¿Aquí hacen almuerzos?" preguntó Jack.
"Sí" contestó nuestra anfitriona "Hacemos porotos granados, tallarines y cazuela de gallina" 
"¿Cuanto sale?"
"Dos mil pesos"
En menos de un segundo, entre los cuatros intercambiamos miradas y sonrisas. Comerse un plato de una buena cazuela al precio ofrecido era casi un milagro. Tomamos la decisión de almorzar ahí al otro día, cuando regresáramos a Tomé. La comida elegida fue una cazuela de gallina de campo. David y yo no la habíamos probado, y ya que el paladar andaba en busca de lo campestre, de lo pueblerino, optamos por esa.
Mientras nos comíamos la segunda empanada, conversábamos de la suerte que habíamos tenido aquella jornada. De haber estado a punto de devolvernos, estábamos sentados en una mesa  bajo el parrón de una casa con rica y barata comida, siendo atendidos por la humilde voluntad de una mujer esforzada, viniendo recién de haber disfrutado una exquisita tarde de piscina. 
Fue en eso que apareció una centenaria mujer, de piel embalsamada por el sol de las doce del día, pelos blancos y algunos vestigios del castaño, ojos azules y labios temblorosos.
"La gallina de campo se demora cuatro horas en cocerse" dijo su carraspeada voz "Así que para cuando vengan mañana, ya va a estar listita. Yo quería preguntarles qué presa iban a querer"
Estoy completamente seguro que el hotel tiene que tener prestigio y cinco estrellas para que recién el mesero pueda hacer la misma pregunta que nos hizo aquella mujer. Yo no podía entender en dónde estaba la gente con una humildad así. Sin embargo, el hecho de estar en el campo ya ponía en el camino a personas que no se disponen, si no que les nace recibir a los visitantes de tal amable manera. Era simple amor ajeno, y nosotros ya no podíamos pedir más. David fue el único que pidió pechuga. Nosotros tres pedimos tuto... 

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