domingo, 3 de abril de 2011

Día 36: La Gracia de Joaquín

PARTE UNO


Cuando Ester me contó la gracia de Joaquín, por primera vez en mucho tiempo experimenté una sensación de vértigo que casi me arrancó el alma del cuerpo. La copa del 120 se deslizó silenciosa entre mis desgastados y huesudos dedos, dio un bote en el borde de la mesa que acaparó la atención de todos y luego vertió su contenido en mi camisa de franela azul marino y mis pantalones que Marta había planchado con tanto cuidado aquel día en la mañana. No entiendo porqué no tuve la instintiva reacción que te hace pensar que al poner cualquier paño la mancha burdeo oscura se quitará sin problema alguno. No, no hubo tal momento. Mientras todos se paraban para limpiar el desastre, yo estaba quieto e hipnotizado mirando el frente de la larga mesa, llena de fuentes blancas con jugosas y frescas ensaladas, platos casi vacíos y vasos enfilados hasta el último integrante de la familia, fila que se alternaba entre vasos con bebida o vino, dependiendo de quién estuviera sentado al frente.
“¿Qué te pasó, viejo?” me preguntó Marta, mientras colocaba paños en mi camisa y pantalón.
Al parecer mi hija acaba de resolver el caso de la desaparición de Juvenal Andrade, pensé.
Pero no se lo pude decir.
“Na- nada” tartamudeé, mientras me levantaba de la silla, resbalándome de las manos de mi mujer secándome el vino tinto en las ropas, queriendo escapar para que nadie saliera herido de la explosión nuclear que se estaba produciendo en mi cabeza.
Los demás, no entendiendo mi extraña y senil actitud, me miraban en silencio y atónitos, preocupados de que en algún momento fuera a caer al piso, mientras gritaba el nombre de alguna polola que tuve a los veinte.
Logré salir, como la adolescente quinceañera que se escapa porque se amurró, y corrí hasta mi habitación, bajo los susurros de una familia que pensaba que ya me había llegado la hora.

Ahí, en mi oscuro cuarto matrimonial, lleno de un olor tibio y suave, tenuemente bañado por un haz de luz, pude calmar la mente y las ansias. El silencio se sentó a mi lado y me hizo una grata compañía. No podía pedir más. Mis pensamientos pasaron de estar en una orgía romana a un retiro espiritual católico. Ya no se agitaban calientes como antes, allá en la mesa.
Lo primero que pude pensar era que había arruinado el asado por la conmemoración de mi cumpleaños número setenta y dos. Mis nietos, sobre todos los más pequeños, deben haber quedado totalmente desconcertados al presenciar al abuelo escapar como un loco arranca de los doctores psiquiátricos. Mis hijos deben pensar que ya comencé ese penoso viaje sin regreso, en donde la mente comienza progresivamente a secarse, junto con la memoria y los motores físicos. Estoy seguro que Javier, sin decírselo a los demás, ya tiene que estar pensando en el hogar de acogida al cual me irá a botar.
Lo segundo que se me vino a la mente fue la frase que largó mi hija y desencadenó toda la cadena de sucesos desafortunados recién ocurridos.
“… entonces, para que yo no lo pillara, repartió un poquito de lechuga en los platos de los demás”
Para que yo no lo pillara.
Te amo, Ester. Si uno pudiera elegir hijo favorito, sin lugar a dudas serías tú.
Me levanté y me acerqué a mi velador de porquerías, como le llama Marta con desagrado.
“¿Cuándo vas a botar esa porquería?” me grita cuando hace el aseo.
Abrí el único cajoncito que tiene, al cual le cuesta trabajo salir cuando tiro de su manilla, y un montón de objetos pequeños se desparramaron dentro de él bajo el efecto de la inercia. Los revolví para buscar lo que siempre observo en las madrugadas de pesadillas, viéndolo como aquella salsa espesa y oscura que se cuece en mi mente, la cual nunca me dejó vivir tranquilo. Era mi libro sin terminar de leer. El beso que siempre quise dar. El caso, el único, que nunca pude resolver.
Y ahí estaba, sosteniendo sus libros de anatomía número dos, sonriéndole a la cámara, torciendo un poco la cabeza hacia la izquierda, con aquellos ojos que dan la sensación de estar mirando a un niño que sabe mucho para su edad. Era Juvenal Andrade.
“Te encontré” susurré “Todos pensaron que habías desaparecido, pero yo te encontré”      
“Tú sabe que a Joaquín no le gusta la ensalada de lechuga” me contaba Ester “Entonces, para que yo no lo pillara, repartió un poquito de lechuga en los platos de los demás”
El vaso con vino tinto cayó.
No me podía quitar la frase de la mente. Se clavaba como una lanza en mi cerebro, atravesando a todos los demás recuerdos de aquellos infernales días de búsqueda.
“Jefe, afuera hay una señora que quiere hablar con usted. Dice que en Carabineros nadie la atendió” me dijo Pablo, siempre temeroso a mis respuestas, escondido detrás de la puerta que daba con mi despacho.
“¿Qué quiere?” le pregunté sin mirarlo.
“Dice que su hijo desapareció”
“Que valla a poner la denuncia a Carabineros” le dije.
“Me dice que ya fue y que aún no hacen nada. Me dice que también escucho su nombre por el caso de Aline Fernández y que necesita hablar con usted” insistió el joven.
Dejé de teclear lo que estaba escribiendo y lo miré, apunto de estallar en rabia por estarme interrumpiendo.
“¿Cuántos años tiene el güeón?” le pregunté despectivamente.
“Tiene 19”
“¿Qué hace?”
“Estudia medicina en la Universidad Catolica” respondió.
Aquella respuesta nunca me la esperé. Si me hubiese dicho “Técnico en mecánica automotriz” lo mando a la mierda.
“¿Cuánto lleva desaparecido?” le pregunté.
“Dos meses, jefe” 

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