lunes, 7 de marzo de 2011

Día 28: La Danza de los Árboles

Segunda Parte


Sin exagerar, creo que se me olvidó hasta como hablar. Un calor electrizante me recorrió por completo el cuerpo, disminuyendo dolorosamente la velocidad en el momento que pasó por mi garganta y pecho. Miré hacia todos lados, encontrándome sólo con los pequeños árboles que se enfilaban hacia el norte por la calle, danzando al son del paso del tiempo; lentos y tenebrosos, bajo una oscuridad que se había encargado de alejar a todo tipo de vida de mi lado. Ni siquiera la presencia del conserje parecía estar cerca. No había nadie. Tampoco la luz de algún vehículo. Sólo los postes, el aire y esos árboles que parecían estar despidiéndose, moviéndose parsimoniosos de un lado a otro.
La miré nuevamente. Sus brazos brillaban envueltos en la espesa presencia de la sangre saliendo sin resistencia. Y si no hacía nada, toda la sangre de su cuerpo iba a terminar de vaciarse por aquellos escabrosos cortes, hechos con un solo objetivo: morir. En ese momento en que te das cuentas que eres el único que puede hacer algo, es difícil distinguir entre el sentimiento de angustia y el de coraje. Me quité la polera, liberándome del miedo, colgando mi ojo izquierdo en el exterior, esperando a que alguien apareciera.
Nadie vendrá. Eres tú y ella.
Con los dientes rasgué el cuello de mi preciada. La ocupaba para dormir. Tenía un estampado de Homero Simpons, el cual salía en una escena pegando un cartel en donde se podía observar la fotografía del gato de Lisa: Bola de Nieves. El felino, de mirada muerta, estaba parado en sus cuatro patas sobre cinco grandes letras: WANTED. Lo que causaba risa, era que en el estampado Homero, con un rostro entristecido por la desaparición del gato de su hija, estaba de espaldas, dejando ver al mismo felino incrustado en su trasero. Ahora su gran culo estaba cortado en dos, amarrado en los brazos de ella, estacando de forma penosa la salida del torrente sanguíneo. Apreté más las marras, esperando a que el espeso líquido dejara de salir. Quizás salía menos. Tal vez era un truco de mi mente. O quizás simplemente la vida me había puesto en su camino para salvarla. Una bomba atómica llena de preguntas quería explotar en mi cabeza. Pero no le pude dar en el gusto.
En ese momento me miró. Sus pequeños ojos aún se movían. Tragó saliva e hizo un esfuerzo por respirar.
“Ee” dijo. Se aquejó de un dolor y luego volvió a tomar fuerzas para hablar “E”
“E… ¿E qué?” le pregunté.
No hay tiempo para preguntar.
La tomé con brazos temblorosos y la jalé hacia el asiento del copiloto. Me pasé hacia el asiento del piloto, totalmente convencido de que no aparecería ayuda. No me quedó de otra. El hospital más cercano era el Sotero del Río y no aparecería nadie para ayudarme a llevarla. Era yo el que, sufriendo una amnesia total de las clases de conducción que ella misma me había dado, tenía que llevarla para optar a tenerla a mi lado algunos años más.
"Calmate" me susurré y me aferré al manubrio. Entre recuerdos vagos y difusos, traté de recordar aquellas noches en que hasta altas horas de la madrugadas reímos mientras me enseñaba a conducir. Acomodé la distancia entre el asiento, mis pies y los pedales. 
Desactiva el freno de manos. Pisa el embriague y pasa el cambio de neutro a primera.
"Y de a poco pisa el acelerador y al mismo tiempo suelta el embriague" me dije con la voz quebrada.
La desesperación de aún seguir ahí me ahorcaba la garganta.

Ejecuté la acción, el Fiat aceleró con fuerzas, se frenó de golpe y el motor se apagó...


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