Capítulo Cuatro
Supo que moriría ahí, ahogado. Y el saber lo invadió en una sensación de tranquilidad.
Ya podía escuchar la agitación de las respiraciones de sus cazadores. Imaginaba como uno de ellos, quizás el negro que llevaba más tiempo asechandolo, se iría directo a su cráneo, mientras que el lobo blanco atacaría su estomago. Podía escuchar su corazón apunto de detenerse; sus pies pesados rasgando la tierra. Los brazos eran artefactos que rogaba cayeran de sus lados. Pero nada de eso iba a suceder. Fue entonces cuando aquella paz que experimentó cuando adolescente lo invadió por completo. Su cuerpo se preparaba para el final y él también ya lo hacía. Mal que mal, ya llevaba horas arrancando y sus perseguidores no dejarían de correr hasta que cayera ¿Para qué seguir luchando? Era inútil. La voz de la tranquilidad le dijo que sería lo mejor y que nada malo sucedería. Era su final. Iba a morir. Entonces fue que se detuvo.
Dejó de bracear. Dejaría que poco a poco el agua fuera llenando sus pulmones.
Jadeando del cansancio, mientras que las piernas le agradecían el haberse detenido, se secó el sudor de la frente y se giró. La bestia negra y la blanca, con dos pechos que agitados se movían, también se detuvieron a unos cuatro metros de él, observandole atentos a cualquier movimiento, pero no con actitud de ataque.
"Haganlo. No esperen más" dijo, liberándose de una inmensa presión alojada en su pecho.
Las bestias no se movieron.
"¡Sólo haganlo de una vez!... Matenme" dijo extendiendo los brazos, entregado al momento.
Pero las bestias no hacían más que mirarlo.
No entendió nada. ¿Querían darle más agonía? ¿Para qué? ¿No tenían hambre? ¿No era la hora de la cena?
"Por favor" gimió.
Y nada. Las bestías no se movían. Parecían petreficadas.
Fue cuando en su globo ocular un pequeño y lejano destello de luz se dejó sentir. Provenía desde el sur, cerca de las dunas y al pasar de los segundos se acercaba más. Luego eran dos destellos luminosos y el sonido de lo que parecía ser un motor.
Se dejó llevar y cuando el agua parecía que lo tragaría por completo, tocó tierra.
Una jeep del ejercito llegó hasta donde estaba. Arriba de él, Javier conducía y su sargento le observaba serio.
Las bestias se pusieron de pies en sus dos patas y sorpresivamente se quitaron las mascaras. Pudo así reconocer a dos de los concriptos que militaban en el cuartel.
Su mente poco pudo aguantar la idea de que todo había sido una farsa. Millones de preguntas lo abordaron. Un millón de todo lo colapsó y desmayado cayó al suelo...
Continuará...
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