sábado, 1 de octubre de 2011

Día 94: La Casa Boliviana


Capítulo Dos

Alto en el cielo el sol naranjo con sus ardientes rayos el agua abría y él podía ver. Tal vez ese sería su fin y aquel su ataúd.  
No se dio cuenta cuando todo estaba bañado por una silenciosa luz azul. Aferró sus sudadas manos al rifle de guerra frío y temblando pidió por su vida o por despertar. Pero todo aquello era real y el dolor en sus costillas se lo hacía saber. Abrió los ojos y se encontró con el escalofriante esqueleto de la casa que lo albergaba. Quizás se había incendiado y nadie nunca pudo llegar a apagar las llamas ni a salvar a sus inquilinos. La luna, presente como co-protagonista llenaba siempre observadora con su luz todo el ancho y largo del silencioso desierto. Silencio que lo tenía sumido en un profundo mar de inseguridad y angustia al no saber qué había pasado, dónde estaba y qué había sido de su captor. No se tragaba la idea de que haya desistido de la desenfrenada persecución. Lo más posible era que estaba por ahí, esperando a que saliera, extendiendo más la agonía de su alma que sólo quería rendirse. ¿Por qué esperar? ¿Por qué no saltar sobre él y ya? Quizás poseía conciencia la bestia, pensó y por lo mismo estaba disfrutando el hecho de que la presa estuviera parapetada en una casa que no tenía nada de segura, temerosa y poseída por millones de pensamientos que en algún momento le iba a hacer cometer una estupidez.
"Sólo ven a matarme"
Se dispuso a volver a la orilla. El agua estaba fría.
En el momento que gimió por su madre, sacudió la cabeza y se propuso no caer en el pavor de la terrorífica escena. Llevaba demasiado tiempo vivo. Tal vez su oportunismo frente a la situación aún no acababa y todavía podía hacer algo. Correr por lo que alguna vez fue la puerta de la cabaña en donde vivieron conquistadores bolivianos, dueños que él decidió darle a la malograda morada, sería una mierda de decisión sin primero saber que había en las dunas. La luz reinante de la luna quieta con seguridad dejaría ver cualquier movimiento que se produjera sobre las alturas de las lomas que vigilaban el momento. El silencio también se agitaría si algo echara a andar una carrera desesperada. Fue entonces que usó su rifle como bastón y con sigilosos y calculados movimientos se levantó y giró sobre si para ver entremedio de tablas carbonizadas qué había en los cerros. Un manto tercio y fino azulado cubría por completo la tranquila superficie de las dunas. De vez en cuando, peinando con la mirada, un rebelde arbusto se resistía a hacer de los cerros un lugar lizo, salpicando como lunar en la cara la sombra en la tierra. Y detrás sólo oscuridad eterna e impenetrable. Nada, nada en las cercanías. Y loma arriba todo parecía igual, hasta que su vista chocó con el oscuro iris de la bestia que hipnotizada y maniática lo observaba desde la cima del cerro que había caído, para luego dar un salto y emprender nuevamente la persecución.
De golpe cada pierna le pesó unos cincuenta kilos. Como pudo se levantó y se dispuso a arrancar como lo había hecho horas antes. La bestia rugía y el quería llorar al sentir como el pecho se le apretaba de miedo. El rifle parecía ser un tanque en su mano izquierda así que se lo cambió a la derecha.
La luna le mostró lo que venía; mil kilómetros de desierto recto y llano. Nada más. Y en el más allá, a unos treinta minutos corriendo como lo estaba haciendo, un pequeño poblado boliviano...


Continuará...

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