Capítulo Siete
Aún sentía el lacerante escalofrío que la recorrió cuando con delicadeza tomó el cuerpo y lenta lo llevó hasta la casa de María. Bajo la tenue y penosa luz de las velas que improvisadas pusieron por toda la casa, se observaba sus temblorosas y arrugadas manos. Angustiada buscaba por una buena explicación a lo sucedido, pero por aquellos rincones del mundo nadie llegaría con una buena excusa. Así que se llevó sus manos al pecho para apagar el fuego que la consumía por dentro, alimentado por la impotencia y la sensación de inseguridad al vivir ahí. Felices los que escaparon y una niña yacía muerta sobre una mesa que se consiguió en la misma taberna donde había muerto. Llorando la envolvió en la única sábana blanca que encontró en el viejo armario y besándole la mejilla la tendió sobre la mesa. Ahora María desconsolada lloraba aferrada en los brazos de la mujer que le dio cobijo cuando escapó desde Bolivia, rogando a los cielos a que le devolvieran a su niñita, pero la pequeña tendida boca arriba no se volvería a levantar. Alrededor del cuerpo, como oscuros fantasmas perdidos, pueblerinos venían a ver a la que había sido encontrada en el suelo del bar, siendo a veces alumbrados por las pequeñas llamas de las velas. Fue en eso, que emergiendo de la dominante oscuridad, apareció el concho de los Perez. Se le acercó y le susurró al oído que tenía que ir al bar. No había luna aquella noche. Sólo era un techo de millones y millones de estrellas, peleándose por ser la más brillante, formando caminos y ríos en el cielo, llegando a parecer que respiraba... que tenía vida. Al salir a caminar por las noches, siempre tenía la sensación que podía extender el brazo y tocarlas y dejarse llevar a puntos del Universo que nunca imaginó conocer. El retoño de los Perez la conducía aferrado a su mano por los pasajes oscuros y pedregosos del interior del pueblo, esquivando las casas hasta la calle principal, en donde estaba el bar. Se tuvo que detener para asimilar lo que veía. Afuera de la taberna habían estacionados dos jeeps de la base fronteriza del ejercito. Junto a ellos, unos seis conscriptos armados con fusiles tenían en fila a todos los borrachos que deben haberse estado sirviendo los litros y litros de vino que compraban para quedar como estaban, apostados sobre la pared de la misma taberna, con las manos sobre la cabeza. La mujer y el niño, cuidadosos de no ser descubiertos, se acercaron para escuchar lo que sucedía.
"Es difícil para mí pensar que el asesino de la niña es de otro pueblo" dijo uno de los conscriptos "La primera razón porque pienso eso es porque no hay pueblos en muchos kilómetros a la redonda. La segunda razón es porque, como a nosotros, ustedes no dejarían entrar a afuerinos a su pueblo ¿Por qué? Porque ustedes no quieren que el rededor vea cómo son las cosas aquí. Déjenme decirles que están equivocados. Ustedes viven dentro de un país y al vivir dentro de un país, aceptan ser gobernados por las personas que ustedes mismos eligen. Ustedes no se pueden gobernar así mismos. No tienen el derecho constitucional de hacerlo. Tampoco de imponer reglas. Menos de tener a esta gente viviendo así. Pero a partir de hoy eso cambiará radicalmente. Y cambiará entregandonos al asesino de la pequeña"
Hubo un silencio. Ninguno de los hombres apostados sobre la pared dijo palabra alguna. Era una forma muda de decir que se reusarían a cooperar. El problema era que el conscripto carecía de paciencia. Así que, sin ganas de perder el tiempo, se acercó al primero en la fila del lado derecho. Sin saberlo, estaba encarando al lider del pueblo. Un tirano sin valores que con grito y puño tenía al pueblo controlado para satisfacer sus propios y oscuros intereses.
"¿Ustede sabe quién fue?" le preguntó el conscripto.
El hombre levantó su desafiante y encolerica mirada, clavandola en la del decidido soldado.
"No"
El conscripto no le creyó. Pero sabía que con palabras no podría rescatar información alguna. Entonces se puso delante del viejo que temblando de miedo estaba de pies al lado izquierdo del lider del pueblo.
"¿Y usted?"
"No, mi señor" contestó sin bacilación.
El soldado supo que ninguno hablaría. Entonces decidió que el modo era errado y que con personas como las que viven en lugares tan alejados de la civilización había que ser extremadamente duros. Imponer el poder como lo había hecho al dejar el pueblo en toque de queda para poder proceder con más tranquilidad sería la única forma de hacerlos hablar. Así que le preguntó al tercero de la fila, un joven flacuchento y ojeroso, que miedoso lo miró.
"¿Y tú joven, sabes quién fue?"
El joven negó con la cabeza.
"¡¿Eres mudo?!" le preguntó el conscripto gritando y poniendo en su frente la punta del frió y pesado fusil.
"No, señor" contestó el adolescente quebrandose en un reprimido llanto de terror.
"¿Quién fue?" volvió a preguntar el soldado.
El joven giró su cabeza para intercambiar una fugaz mirada con el lider del pueblo. El hombre no se movió, pero con su sola mirada le dijo que guardara silencio. Sometido el chico, aceptó.
"No lo sé"
"¡Mientes!" gritó el conscripto, al mismo tiempo que cargaba su fusil.
La mujer impactada por la escena, tomó la cabeza del pequeño Perez y con su vientre cubrió su vista. Algo malo iba a suceder y ella no quería que el niño viviera con aquel trauma.
"¡Es la verdad! Estabamos todos bebiendo, cuando la niña apareció muerta en el medio del bar. Todos nos levantamos a buscar al maldito que lo había hecho, pero..."
Y un disparó quebró la tranquilidad inestable. El chico fue silenciado por el paso de la bala que le voló los dientes y la nuca, bajo la atonita mirada de los pueblerinos detenidos y los conscriptos presentes. Un salpicón de sangre se desparramó por la pared y el cuerpo del joven cayó...
Continuará...
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