miércoles, 19 de octubre de 2011

Día 100: Post Mortem

Capítulo Ocho

Javier recordó la mañana que vio salir a su amigo de la pieza con una mirada totalmente diferente. Ya no era un joven perdido en la vida. La casería de la noche anterior lo había dotado de coraje y valor y se notaba en su forma de caminar. Dio veinte pasos sin decir nada y luego miró el sol. Así se quedó un rato y luego observó su rededor. Javier sintió que Angelo no era el mismo. Mas allá de haberlo expuesto a la sensación de morir y dejar que eso lo hiciera un hombre, parecía ser un ser superior a todos. Con sólo estar de pies en medio del patio de la base, podía expeler inteligencia y voracidad. No era un hombre. Era un ente.
Ahora se metía al bar del pueblo con el primer hombre que cruzó palabra. Supo entonces que todo había llegado lejos, muy lejos, pero también sabía que para el conscripto loco esto era algo necesario. En eso Rojas se le acercó. Una mujer necesitaba hablar desesperadamente con él. De su falda colgaba un tímido pequeño. La dama, de pelos negros atados a un cole y manos que gesticulaban lo delicado de la situación, indicó el lugar en donde velaban a la niña asesinada. Como el doctor de la base y segundo al mando en la ilícita expedición, le ordenó a Rojas y dos soldados más resguardar la situación a las afueras del bar. Él junto a otros dos conscriptos acompañarían a la mujer camino al velorio.
Era inexplicable y nunca pudo encontrarle razón o motivo al cambio sufrido por Angelo. Había iniciado un camino sin regreso y eso le asustaba al pensar que era un hombre que no conocía los límites y tal forma de moverse podría transgredir las leyes humanas. Pero basta, pensó. La noche ya había llegado a límites inimaginables y él pensando en la base de las reglas que movían a su amigo. Siguiendo a la mujer que rapido se desplazó por calles oscuras, entró a una pequeña casa, provista de una puerta que le obligó a inclinarse un poco para que su casco no chocara con el umbral. Adentro un living atestado de demacrados rostros fantasmales iluminados por los fugaces aces de luz de desgastadas velas que pendían de oxidados candelabros. Y en medio escabroso el cuerpo de la niña envuelto en una sábana blanca. Javier recordó a su pequeña hermana jugando en el antejardín. Sintió hasta la brisa tibia de su querido Castro. Sin embargo, el frío del desierto atacameño se hizo sentir en todo su cuerpo en el momento que con cuidado y sigilo tomó el cuerpo inerte de la niña. Tenía seis años, le dijo su madre cuando consultó la edad.
"Sólo seis añitos" dijo acariciendole la frente blanca y fría.
El médico la llevó hasta su cuarto, un lugar oscuro como una cueva y silencioso como una iglesia. Le quitó la sábana y luego el vestido amarillo que llevaba puesto. Poseía la tipica corbatura estomacal de niño. El ombligo regresando a la posición que ocuparía toda la vida. Vida que le arrabataron. Sus senos aún era nada. Su cuello se retorcía con alegocía. Sus rodillas aún estaban sucias de tardes de juegos y sueños. Hijo de perra el que se atrevió a tocarla.

Angelo, sin pedir permiso, entró en la morada en donde el velorio había sido interrumpido hace quince minutos. En el living se encontró con el perturbado e impotente rostro de Javier.
"¿Dónde está?" preguntó el conscripto.
"En su pieza. He ordenado que la vistan. La volverán a traer para acá" contestó el médico.
"¿La examinaste?"
Javier asintió en silencio.
"El maldito borracho no me supo explicar qué le hizo el hombre que la mató..."
"La violó" lo interrumpió drasticamente el médico. Un silenció congeló el lugar. 
Acto seguido, María estalló en un ahogado llanto y cayó al suelo. 
"No puede ser"
"La violó y luego debe haberla lanzado al suelo. Su craneo se partió en dos. Eso la mató"...


Continuará...

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