628 días antes, Parte 2
En frente sólo se podía divisar la hilera de luces del gran Santiago aproximándose. El jueves y viernes habían sido feriados, así que tomaron el auto y partieron a Con-con a pasar el fin de semana. Leonardo los esperaba en casa.
“Anoche soñé que se acababa el mundo” dijo Pablo.
Su padre y su madre lo miraron por el espejo retrovisor.
“Fue raro” agregó.
En eso el silencio se hizo parte del cuadro y nadie hizo comentario alguno al relato. Quizás fue porque al despertar aquella mañana de domingo, papá y mamá habían soñado lo mismo. Una extraña coincidencia.
En eso papá notó que el vehículo que iba adelante suyo viró bruscamente hacia la derecha. Al fijarse en su movimiento repentino, no se percató que desde la pista que iba dirección a la costa un camión venía desbarrancándose a toda velocidad. Sí lo hizo mamá, la cual con un espantoso grito alertó a su esposo que desde la vía contraria un pesado vehículo los iba a pulverizar si no se movía pronto. Pero el padre de Leonardo no logró reaccionar y en conjunto lo último que vieron fueron las potentes luces del camión que los aplastó.
Día 1, Parte 3
Me desmoroné vomitando en la taza del inodoro. Al cerrar la puerta, quise no creer lo que había visto en la calle; una mujer aparentemente muerta, caminando en dirección a mí, deseosa de mi carne, y no en el sentido sexual, por desgracia. Me quise reír cuando la sensación de estar protegido me envolvió el cuerpo y me pude relajar, teniendo que apoyarme en la pared del oscuro pasillo para calmar a mi corazón que descontrolado latía en mi pecho. Pero nuevamente volví a sentir ese terror que te anula las piernas y el aire al escuchar como aquella mujer se golpeó contra la puerta de metal con fuerza descomunal. No había sido un corto circuito en mi mente a causa del ron. No. Al otro lado había una mujer descontrolada queriendo entrar. Recordé las sirenas. Las ambulancias. Los bomberos. A carabineros. Algo grave y terrible había sucedido la noche de año nuevo, mientras que yo me había estado emborrachando en vez de estar trabajando. Me iban a despedir… ¿Quién? Me acordé de la radio. Definitivamente no era un problema de batería el que tuvo mi supervisor. Debe haber escapado junto a su familia en lo que fue el posible Apocalipsis de la humanidad. Mi sensación de soledad absoluta no se había equivocado. Estaba solo en quizás unos buenos kilómetros a la redonda. Recordé a mi compañero. Tal vez andaba caminando medio muerto por ahí. Recordé a Sara. El viento le ondulaba el vestido y serpenteaba con fineza los rayos del sol rey en el cielo. Siempre soñaba lo mismo cuando dormía a su lado. A veces pensaba que era más feliz durmiendo y esa aura de total satisfacción lograba transmitirla a mi cerebro, dejándome entrar en su mundo oculto. No la desperté para despedirme. No escuché su voz por última vez. Aquello me hizo perder la razón.
Embestí la puerta de la pequeña oficina de administración “Hay una cerámica falsa. De bajo una escopeta cargada” Tenía las llaves, pero con toda la conmoción de las sensaciones al saber que estupidamente había sobrevivido a lo que fuese que había sucedido afuera, me sentía incapaz de tener la motricidad en mis manos para girar una cerradura. Encendí la luz. Un foco de emergencia iluminó el lugar. No había electricidad en el minimarket. Observé el piso y busqué con una forzada tranquilidad alguna paleta descolorida. Había una delante del escritorio del dueño del recinto.
“Ahora es mío este supermercado” balbucee.
Caminé y con la planta del pie le di un par de golpecitos. No estaba pegada al piso. Era el escondite. Me puse en cuclillas y con la uña de los dedos logré retirarla. Al introducir la mano para sacar el arma, me imaginé a la mujer agarrándome con su fría y retorcida mano el brazo y jalando de él hacia abajo. Maldita sea mi imaginación. Nunca había estado tan creativa. Tomé el frío cuerpo de la escopeta, retirándola de su escondite. Jamás en mi vida había tenido semejante armamento en mis manos. ¿Qué chucha iba a hacer con ella?... Defenderme para salir de ahí. Busqué el seguro para abrir el compartimiento en donde iban las municiones. Tiré de una dura perilla que encontré y el cañón cedió hacia delante. Ahí estaban. Dos municiones gordas y rojas, listas para hacer volar la cabeza de alguna hambrienta mujer y no de un ladrón que quería asaltar el local. Cerré el compartimiento y cargué las municiones. Había que solo apretar el gatillo…
Continuará...
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