Parte Diez y Final
Lento y misterioso el hombre aferraba con sus grandes brazos los troncos húmedos de nieve sobre su dorso. Cabizbajo y torpe caminaba sobre el pedegroso y resbaladizo tierral que tenía que cruzar para llegar a su casa. El gorro de su casaca era lo único que lo protegia de la tormenta que llevaba dos días azotando el borde costero de Castro, y al parecer no tenía intenciones de retirarse. Un cielo oscuro de lluvia y nieve le seguía los pasos, amenazante de soltar una tempestad más violenta. Eder empujó con su hombro la puerta e ingresó al living de la cabaña. El frío reinante tenía en las brasas el fuego de la chimenea, así que se vio en la obligación de salir a cortar un par de leñas para avivar el calor. Lanzó los troncos recogidos y se quitó la casaca.
No recordaba el tiempo que llevaban ahí. Quizás un año. Quizás más. Quizás menos. En esos rincones del mundo la sensación y orentación del tiempo se distorcionan y los días parecían repetirse. En otras ocasiones se vivía el día anterior. A veces en años venideros. En un principio era incomodo vivir en esa incertidumbre, sumada a la de sentirse observado. Pero como la última, poco a poco se fue acostumbrado y en algún momento olvidó que era respirar sin saber qué día y qué hora estaba viviendo. Fue todo lo que recordó el muchacho cuando al ir a tomar el plato de porotos fríos, sintió que no estaba solo en la costa. Habían pasados meses para dejar de pensar que ojos atentos a un movimiento equivocado lo miraban, y ahora lo volvía a sentir.
"Sigue haciendo lo tuyo" pensó.
Tomó el plato y cruzó el living hasta la puerta de la pieza de Emilia. Abrió la puerta y observó a la joven tendida en la cama. La pieza pequeña, oscura y húmeda, tenía apresada hace doce meses a la que alguna vez fue la hermosa Emilia. Ahora su pelo rojo se perdía en un muñón de hilachas sucias y putrefactas, que a veces se pegaban a la almohada. Su blanca piel había perdido el tono bajo la suciedad de los catorce días sin tocar el agua y el jabón. Tenía la muñeca derecha aferrada al esqueleto de la precaria cama mediante unas esposas, en donde el metal de éstas habían logrado ir cortando poco a poco la piel de su brazo. La ropa desgastada por el tiempo y su propia orina servían de poco y nada en las frías noches sureñas. Y el dolor de la cicatriz de la bala percutada por su amigo aún se hacía presente en cada movimiento. Era el claustro ofrecido por Eder, para cuidarla y protegerla, como decía él.
"Coma porotitos" le dijo el joven.
Emilia despertó del mundo perfecto que creaba en sus horas de sueño, asustada encontrandose de golpe con su realidad; las tablas podridas del techo de lo que era su cuarto y el rostro inerte de su secuestrador, ofreciendole como el enfermero al internado una cucharada del plato de porotos que ella recordaba bien, hace unos tres días le había rechazado.
"Si no te comes la comida, te puedes enfermar" dijo el muchacho.
La joven corrió la cara hacia otro lado. Eder se quedó inmovil, observandola y sintiendo como de pronto y rápida la ira lo iba abordando otra vez. Lanzó la comida al suelo, le agarró con su mano izquierda la cara y a la fuerza le metió la cucharada de porotos en la boca.
"¡Come!" le decía, preocupandose que los granos que su amiga escupía volvieran a entrar por su boca.
Fue cuando nuevamente esa presencia le recordó estar cerca, dejando que un escalofrío le caminara por la espalda de abajo hacia arriba. El joven se quedó quieto sin soltar la cara de Emilia y luego se giró a mirar por la única ventana que dejaba entrar la tenue luz del día gris. De pronto el vidrio estalló y algo caliente se le metió entremedio de las costillas, obligandole a saltar hacia el suelo. La muchacha quedó desconcertada frente a tal escena, sintiendo fresca la sangre salpicada desde el costal del que alguna vez fue su amigo. Simplemente no podía asimiliar ni entender lo que sucedía. En eso, pasos decididos se escucharon junto a los quejidos de dolor de un herido Eder. Venían desde el living y llegaron hasta el umbral de la puerta. Desde ahí un hombre alto, de edad adulta y mirada decidida, les observaba como explorador a su tesoro pirata, pareciendo disfrutar el momento.
"Juan Le Pont" pudo mascullar aterrado Eder, el cual trató de levantarse y de llegar al velador que acompañaba a la cama. Alcanzó a abrir el pequeño cajoncito que componía al mueble y extraer el arma con la cual alguna vez Emilia le apuntó a la frente en una noche de llovisna. Pero don Juan se le adelantó y de una certera patada se la arrancó de la mano. El revolver se deslizó profundo bajo la cama.
El silencio se hizo de toda la cabaña. Desde lejos Javier observaba por la mira de su rifle cualquier situación de peligro que se pudiera presentar. El padre de Caroline, siendo testigo de que la justicia era una ciega anciana y caprichosa, sacó su arma y la apuntó directamente al rostro de Emilia. Era lo primero que había visto al entrar a la pieza; una muchacha sufriendo y victima de quizás que terribles atrocidades. No tenía idea qué había sucedido la noche de la muerte de su querida hija, pero nadie se merecía lo que ella estaba viviendo. Respiró profundo y miró por última vez a la muchacha, la cual sonriente y llorando le miraba directo a los ojos.
"Gracias" dijo Emilia. No había hablado en meses. La libertad había llegado al encontrar la mirada de un padre dolido. Había llegado al encontrar el perdón mudo de un hombre que encontraría la tranquilidad con su muerte.
Un tiro certero en la frente le silenció la vida.
Eder gritó del dolor al perder a la mujer que amaba más que a él mismo y todos sus deseos. Juan Le Pont decidió que la mente maestra en toda aquella desgraciada historia era ese pendejo cobarde tirado en el suelo. Con él saciaría un par de fantasias atoradas en los dos años de busqueda de el o los asesinos de su difunta hija.
Lo tomó del pie y lo arrastró afuera de la pieza.
No recordaba el tiempo que llevaban ahí. Quizás un año. Quizás más. Quizás menos. En esos rincones del mundo la sensación y orentación del tiempo se distorcionan y los días parecían repetirse. En otras ocasiones se vivía el día anterior. A veces en años venideros. En un principio era incomodo vivir en esa incertidumbre, sumada a la de sentirse observado. Pero como la última, poco a poco se fue acostumbrado y en algún momento olvidó que era respirar sin saber qué día y qué hora estaba viviendo. Fue todo lo que recordó el muchacho cuando al ir a tomar el plato de porotos fríos, sintió que no estaba solo en la costa. Habían pasados meses para dejar de pensar que ojos atentos a un movimiento equivocado lo miraban, y ahora lo volvía a sentir.
"Sigue haciendo lo tuyo" pensó.
Tomó el plato y cruzó el living hasta la puerta de la pieza de Emilia. Abrió la puerta y observó a la joven tendida en la cama. La pieza pequeña, oscura y húmeda, tenía apresada hace doce meses a la que alguna vez fue la hermosa Emilia. Ahora su pelo rojo se perdía en un muñón de hilachas sucias y putrefactas, que a veces se pegaban a la almohada. Su blanca piel había perdido el tono bajo la suciedad de los catorce días sin tocar el agua y el jabón. Tenía la muñeca derecha aferrada al esqueleto de la precaria cama mediante unas esposas, en donde el metal de éstas habían logrado ir cortando poco a poco la piel de su brazo. La ropa desgastada por el tiempo y su propia orina servían de poco y nada en las frías noches sureñas. Y el dolor de la cicatriz de la bala percutada por su amigo aún se hacía presente en cada movimiento. Era el claustro ofrecido por Eder, para cuidarla y protegerla, como decía él.
"Coma porotitos" le dijo el joven.
Emilia despertó del mundo perfecto que creaba en sus horas de sueño, asustada encontrandose de golpe con su realidad; las tablas podridas del techo de lo que era su cuarto y el rostro inerte de su secuestrador, ofreciendole como el enfermero al internado una cucharada del plato de porotos que ella recordaba bien, hace unos tres días le había rechazado.
"Si no te comes la comida, te puedes enfermar" dijo el muchacho.
La joven corrió la cara hacia otro lado. Eder se quedó inmovil, observandola y sintiendo como de pronto y rápida la ira lo iba abordando otra vez. Lanzó la comida al suelo, le agarró con su mano izquierda la cara y a la fuerza le metió la cucharada de porotos en la boca.
"¡Come!" le decía, preocupandose que los granos que su amiga escupía volvieran a entrar por su boca.
Fue cuando nuevamente esa presencia le recordó estar cerca, dejando que un escalofrío le caminara por la espalda de abajo hacia arriba. El joven se quedó quieto sin soltar la cara de Emilia y luego se giró a mirar por la única ventana que dejaba entrar la tenue luz del día gris. De pronto el vidrio estalló y algo caliente se le metió entremedio de las costillas, obligandole a saltar hacia el suelo. La muchacha quedó desconcertada frente a tal escena, sintiendo fresca la sangre salpicada desde el costal del que alguna vez fue su amigo. Simplemente no podía asimiliar ni entender lo que sucedía. En eso, pasos decididos se escucharon junto a los quejidos de dolor de un herido Eder. Venían desde el living y llegaron hasta el umbral de la puerta. Desde ahí un hombre alto, de edad adulta y mirada decidida, les observaba como explorador a su tesoro pirata, pareciendo disfrutar el momento.
"Juan Le Pont" pudo mascullar aterrado Eder, el cual trató de levantarse y de llegar al velador que acompañaba a la cama. Alcanzó a abrir el pequeño cajoncito que componía al mueble y extraer el arma con la cual alguna vez Emilia le apuntó a la frente en una noche de llovisna. Pero don Juan se le adelantó y de una certera patada se la arrancó de la mano. El revolver se deslizó profundo bajo la cama.
El silencio se hizo de toda la cabaña. Desde lejos Javier observaba por la mira de su rifle cualquier situación de peligro que se pudiera presentar. El padre de Caroline, siendo testigo de que la justicia era una ciega anciana y caprichosa, sacó su arma y la apuntó directamente al rostro de Emilia. Era lo primero que había visto al entrar a la pieza; una muchacha sufriendo y victima de quizás que terribles atrocidades. No tenía idea qué había sucedido la noche de la muerte de su querida hija, pero nadie se merecía lo que ella estaba viviendo. Respiró profundo y miró por última vez a la muchacha, la cual sonriente y llorando le miraba directo a los ojos.
"Gracias" dijo Emilia. No había hablado en meses. La libertad había llegado al encontrar la mirada de un padre dolido. Había llegado al encontrar el perdón mudo de un hombre que encontraría la tranquilidad con su muerte.
Un tiro certero en la frente le silenció la vida.
Eder gritó del dolor al perder a la mujer que amaba más que a él mismo y todos sus deseos. Juan Le Pont decidió que la mente maestra en toda aquella desgraciada historia era ese pendejo cobarde tirado en el suelo. Con él saciaría un par de fantasias atoradas en los dos años de busqueda de el o los asesinos de su difunta hija.
Lo tomó del pie y lo arrastró afuera de la pieza.
FIN
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