Eran esos días que en los momentos de quietud lograba imaginarme cayendo lenta y parsimoniosamente sobre mi cama, en una mañna tibia, con la lluvia pegando en la ventana. La cara enterrada en la almohada y la espalda exquisitamente contraida, con las vertebras crujiendo, soltando el estrés. Me voy quedando lentamente dormido. No tengo trabajo. No estudio. Me levanto sólo a comer y ver tele, tirado en el sillón. Entonces recuerdo que tengo que llamar a Antofagasta para revisar los teléfonos desconfigurados, la pistola de Radio Frecuencia en El Monte, la instalación del enlace de fibra optica en Puente Alto 1, el problema de la música centralizada en toda la cadena, los puntos de red sin rotular en la oficina, el teléfono de Hector que no encuentra el router, los móviles malos en la zona norte. El pique a la casa. Volver en la mañana. Contestar correos que había contestado. Perder correos que nunca abrí.
La lluvia en la venta y mi almuhada son escenas vagas de una mala pesadilla. La realidad un tanto cruda. Estaba sentado en una silla dura. Estaba un tanto derrotado. Agotado.
Llega el tren. Se abren las puertas. La gente pasa tan rapido e indiferente. Me giro y viene ella. La lluvia comienza a darse con fuerzas contra la ventana. La almohada esta deliciosamente fría. La abrazo. Está durmiendo. Me sonrie y me lleno de vida. De energías. De esa pasión que me come por tenerla. En temple descansa entre mis brazos. Me encanta verla dormir.
Cuando me ataja con un beso, sonriente, feliz del instante, me quedo sin palabras. Debería decirle que es mi fuente de energías, mi razón para deslizar una sonrisa, pero no es necesario. Bien lo sabe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario