viernes, 4 de mayo de 2012

Día 164: El Ahorcado

Día 4, Parte 6


Pensé que era un imbécil. Un cobarde imbécil. A través de la cuerda su vida había huido de la catástrofe, pero su cuerpo sufrió las consecuencias. Sus pies yacían carcomidos por el hambre insaciable de los infectados en la casa. Tiene que haberse visto acorralado por la horda y no vio otra salida. Su corpulento cuerpo no le habría dado para saltar la pared que colindaba con la casa de atrás, como para optar a otro escape. Entonces decidió que tampoco quería vivir la experiencia de ser devorado por aquellos seres.
Cobarde. Por lo menos deberías haber escapado, fue lo que pensé antes que tratara de alcanzarme la cabeza. Joan gimió como los otros, eterna y quejosamente, buscando comer de las carnes de quién lo miraba. Había vuelto de la muerte, mientras que yo caía de espaldas al suelo al querer escapar del sorpresivo ataque.
No me reconoció. Tal vez tampoco sabía quién era él. Entonces todo cambiaba. La horda entró. Él cerró el ventanal de acceso al patio. Trató de saltar la pandereta, pero no pudo. Y fue cuando supo que escapatoria ya no había. Tomó la soga y sacó la silla. Mientras que su tráquea luchaba contra la fuerza de la cuerda, uno de los infectados logró abrir el ventanal y se abalanzó sobre sus pies, al momento que la vida le abandonaba el cuerpo. Tiene que haber sentido como le atravesaban las carnes con los dientes.
Decidí quitarle el sufrimiento, apuntándole con el arma. Joan aún seguía con los brazos estirados, gimiendo infectado por el misterioso mal, no temiendo que estaba a punto de incrustarle una bala en la frente. Era obvio; no entendía la amenaza que tenía frente a él. Carecía de todo tipo de raciocinio.
“No tiene sentido vivir” me decía en la pesadilla.
“Yo nunca habría dejado que te tiraras al vacío” pensé.
Bajé el arma. Con un cuchillo corte la cuerda y lo dejé caer. Cayó aparatosamente en el suelo, tratando de incorporarse para atacarme otra vez, pero los huesos carcomidos lo hicieron volver al piso. Tomé la cuerda y lo amarré a uno de los pilares del cobertizo.
Lo tendría ahí, en vez de dejarlo verse como un ahorcado rehabilitado, estirando sus brazos a mi presencia, quejándose penosamente por comida. En ese momento pensé en que si había enfermedad, había cura.
“Vamos a encontrar esa cura, maldito cobarde”
Siempre encontrábamos la cura.
Él tampoco me habría dejado caer.
Joan aún se mantenía erguido, con sus brazos al frente, buscando escapar de lo que le impedía atraparme. Una persona normal había tratado de desamarrar la cuerda. Él tan sólo tiraba de ella, esperando a que lo soltara. Pero la soga no se iba a cortar. Era gruesa y larga. No había forma de que escapar.
Entonces, después de mantenerse unos minutos así, bajó los brazos y extrañamente comenzó a negar. Giraba la cabeza en dirección horizontal, de derecha a izquierda, pausadamente. Era el gesto de negación. Me estaba diciendo que no. Pero ¿Por qué?
No era algo lógico. No estaba tratando de decirme nada. Quizás era un reflejo de su cerebro podrido. Nada más.
Me di media vuelta y salí de ahí...




Continuará...

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