Estaba en la fila de pies, mirando hacia el publico, específicamente la brillante sonrisa de mi madre y sus ojos llorosos. Sonreía levemente, escuchando en la lejanía los apellidos de mis compañeros del octavo A. Al parecer las personas aplaudían, unos más que otros, y luego volvía la calma. Mi vieja me miraba atenta, pero a momentos se giraba a buscar al final del montón de sillas a la misma persona que yo esperaba ver. Era veintitrés de Diciembre y tampoco me había llamado. La fila a veces quedaba sin uno para luego volver a completarse. Las personas aplaudían casi a la fuerza. Yo peinaba con mi joven vista todas las sillas que estaban en el patio del colegio, pero no lo encontraba. En eso una parte de mi mente asimiló que sería imposible que llegara. Era veintitrés de Diciembre; faltaban regalos por comprar, sumado el hecho de que habían sido días ajetreados. Él no iba a llegar, por más que se haya esforzado por correr con un montón de bolsas por el atestado centro de Santiago. Paseo Ahumada tiene que haber sido un total caos. Quizás estaba muy cansado. Tal vez un dolor de cabeza lo atacó camino a casa y decidió no venir.
En esos momentos, cuando ya comenzaban a entregar los diplomas de graduación de los de mi curso, sólo sabía que el llanto no sería motivado por el hecho de partir a la media. Tenía catorce años; a esa edad te importa aún una cierta cantidad de cosas que hoy no valen nada.
Fue cuando mi apellido resonó vibrante en los parlantes del patio. Esbocé más mi fingida sonrisa y alcé la vista, la cual se fue a topar con un hombre espectante al final de las hileras de filas, aropado con una camisa a líneas y un pantalón de tela azul marino, de brazos cruzados, con el mismo brillo que mi madre portaba en sus ojos, escondido detrás del reflejo de sus grandes gafas.
Mi viejo había llegado.
Mientras me tomaban la foto de rigor, lo saludé disimuladamente a la distancia. Él me respondió de la misma forma. Fue como de película.
En esos momentos, cuando ya comenzaban a entregar los diplomas de graduación de los de mi curso, sólo sabía que el llanto no sería motivado por el hecho de partir a la media. Tenía catorce años; a esa edad te importa aún una cierta cantidad de cosas que hoy no valen nada.
Fue cuando mi apellido resonó vibrante en los parlantes del patio. Esbocé más mi fingida sonrisa y alcé la vista, la cual se fue a topar con un hombre espectante al final de las hileras de filas, aropado con una camisa a líneas y un pantalón de tela azul marino, de brazos cruzados, con el mismo brillo que mi madre portaba en sus ojos, escondido detrás del reflejo de sus grandes gafas.
Mi viejo había llegado.
Mientras me tomaban la foto de rigor, lo saludé disimuladamente a la distancia. Él me respondió de la misma forma. Fue como de película.
genial como siempre
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