miércoles, 6 de febrero de 2013

Día 230: Ella es Sara

Día 43. Parte 3
“Pero no eres un soldado” le dije al hombre.
Sonrió ampliamente y luego negó.
“Ya pasaron tus diez minutos. Arriba te espera el jeep en el que llegaste desde Concepción, ese que con tanto anhelo deseas ver otra vez. Es lo que dicen tus pruebas de imágenes” me dijo cómplice.
Mis rescatistas estaban en contra del régimen militar presente. De eso no tenía dudas. Y también supe que estaban infiltrados en sus mismos recintos. Aquel hombre sabía de mis pruebas psicológicas. Había vulnerado los bloqueos de seguridad y había logrado llegar a los archivos.
En eso me entregó las llaves del jeep. En eso también comenzó a sonar una alarma. La doctora dio la alerta de que su paciente había escapado.
“Ya saben que no estás en la consulta” dijo el anciano sonriendo. A pesar de su edad, parecía ser un adicto anónimo de la adrenalina. “No olvides acelerar. Piso 1”
Tomé las llaves. Se abrieron las puertas del ascensor e ingresé en él.

Día 43, Parte 4

Fue todo demasiado rápido. En un minuto tres patrullas de carabineros me iban persiguiendo por una vía principal, esquivando vehículos y personas, y al otro instante tres carabineros infiltrados derribaron desde sus motocicletas el cuadrante y se subieron al jeep. Me obligaron a pasarme a los asientos traseros y uno de ellos me pidió disculpas por lo que me iba a hacer.
Desperté a los quince minutos, mareado por el golpe eléctrico que me dio. Estábamos estacionados en lo que parecía ser un estacionamiento subterráneo. Al frente mío la silueta de un hombre observándome se fue aclarando pasando los segundos. Era mi rescatista quizás. O el soldado que me atrapó esperando a que despertara. Fue cuando mi vista se normalizó y pude ver a quién tenía al frente.
“Dime que esto no es un sueño y que tu nombre es John Benavides” le dije al piloto.
Sonrió cómplice.
“Esto no es un sueño, Eliseo. Y mi nombre es John Benavides” respondió.
A su lado apareció otro conocido.
“Silva” saludé al técnico, el cual me tendió la mano y apretó fuerte la mía.
De pronto estuve flotando sobre un mar de tranquilidad. Mis rescatistas eran viejos camaradas. Ya poco tenía que temer. En eso un tercer hombre se unió al grupo. El hombre, de mirada sencilla, cejas gruesas y una nariz gorda, amable tendió la mano.
“Disculpa por lo del cuatazo” me dijo.
Recordé cuando hizo lo mismo hace algunos minutos atrás y me toco con un fierro paralizante, después de ponerme un cilindro de goma entre los dientes.
“Cuando llegaste aquí te inyectaron un diodo con un chip para estar ubicable las 24 horas del día” me explicó John “Tuvimos que dejar inhabilitado el dispositivo para que no nos siguieran”
“¿Electrocutándome?” les pregunté.
Se miraron unos a otros un tanto culpables.
“El chip es pequeño. Antes de encontrarlo en tu cuerpo, ya habrían dado con nuestra ubicación” se defendió Silva “El golpe eléctrico lo quemó al instante”
Era un mal necesario. A demás, poco les podía reclamar. Ellos habían estado más de tres semanas infiltrando gente en la clínica en donde me tenían prisionero y lograron rescatarme. Inclusive habían logrado adueñarse del vehículo militar requisado. Estaban llevando a cabo una lucha en contra del actual gobierno instaurado, lucha que más adelante podría entender.
“¿Llegaste solo acá?” me preguntó de pronto John.
De golpe recordé a Sara. El vehículo había estado 27 días en poder del ejército y obviamente no le habían dado uso y tampoco una nueva revisión. Si hubiesen encontrado lo que traía, habrían llegado de noche a mi cuarto y me habrían dado muerte. Ni siquiera habrían preguntado por qué.
“¿Sucedió algo antes de llegar a Coquimbo?” siguió el piloto frente a mi silencio.
“No llegué solo” dije de pronto.
“Llegaste solo, Eliseo” saltó Silva sorprendido “Yo revisé el jeep. Estaba en el grupo que te rescató”
“Revisaron mal” le dije, poniéndome de pies, caminando a la maleta del jeep.
Los tres uniformados mudos me siguieron con la mirada hasta el momento en que me detuve. En esos segundos sentí el peso de lo que iba a suceder y de lo riesgoso que era. La sensación de protección se fue desvaneciendo por mis piernas. Toda la confianza que tenía con aquellos hombres podría cambiar drásticamente de un momento a otro. Cabía la gran posibilidad de que el fin de la historia se escribiera en aquel instante, conmigo cayendo al suelo con un hoyo de bala en el cráneo.
Abrí la cajuela y me subí a la zona de equipaje. Tomé los asientos desplegables y los deslicé hacia adelante. Ahí un compartimiento oculto quedó al descubierto. A dentro, en medio de una débil oscuridad, yacía un bulto largo y grueso, envuelto en una frazada oscura, amarrado con precaución. Lo tomé con ambos brazos, inyectando mucha fuerza. El bulto se movió quejosamente, como despertando de una larga siesta. Retrocedí dos pasos y lo dejé sobre la puerta de la maleta. Me giré hacia los tres hombres que expectantes y quietos esperaban, notando que Enrique disimuladamente se había hecho de un revolver. Me devolví hacia el bulto, el cual parecía esperarme. Con cuidado tomé la amarra que envolvía su cabeza y la desaté. Sentí como la delicadeza en las acciones les extrañó mucho. Entonces llegó el momento de la verdad. Me los podía cargar como enemigos que era lo más probable. Pero no sentí que rendirme podría ser una opción. Es más, hasta pensé en cómo saltar sobre Enrique para quitarle el arma y buscar defenderme. Inhalé hondo, escuchando las respiraciones de los espectadores. Tomé la frazada entre mis manos y descubrí el rostro de la infectada.
“John, te presento a Sara” le dije.


Continuará...

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