Día 43. Parte 3
“Pero no eres un soldado” le dije al hombre.
Sonrió ampliamente y luego negó.
“Ya pasaron tus diez minutos. Arriba te espera el
jeep en el que llegaste desde Concepción, ese que con tanto anhelo deseas ver
otra vez. Es lo que dicen tus pruebas de imágenes” me dijo cómplice.
Mis rescatistas estaban en contra del régimen
militar presente. De eso no tenía dudas. Y también supe que estaban infiltrados
en sus mismos recintos. Aquel hombre sabía de mis pruebas psicológicas. Había
vulnerado los bloqueos de seguridad y había logrado llegar a los archivos.
En eso me entregó las llaves del jeep. En eso
también comenzó a sonar una alarma. La doctora dio la alerta de que su paciente
había escapado.
“Ya saben que no estás en la consulta” dijo el
anciano sonriendo. A pesar de su edad, parecía ser un adicto anónimo de la
adrenalina. “No olvides acelerar. Piso 1”
Tomé las llaves. Se abrieron las puertas del
ascensor e ingresé en él.
Día 43, Parte 4
Fue todo demasiado rápido. En un minuto tres patrullas de carabineros me iban persiguiendo por una vía principal, esquivando vehículos y personas, y al otro instante tres carabineros infiltrados derribaron desde sus motocicletas el cuadrante y se subieron al jeep. Me obligaron a pasarme a los asientos traseros y uno de ellos me pidió disculpas por lo que me iba a hacer.
Desperté a los quince minutos, mareado por el golpe
eléctrico que me dio. Estábamos estacionados en lo que parecía ser un
estacionamiento subterráneo. Al frente mío la silueta de un hombre observándome
se fue aclarando pasando los segundos. Era mi rescatista quizás. O el soldado
que me atrapó esperando a que despertara. Fue cuando mi vista se normalizó y
pude ver a quién tenía al frente.
“Dime que esto no es un sueño y que tu nombre es
John Benavides” le dije al piloto.
Sonrió cómplice.
“Esto no es un sueño, Eliseo. Y mi nombre es John
Benavides” respondió.
A su lado apareció otro conocido.
“Silva” saludé al técnico, el cual me tendió la
mano y apretó fuerte la mía.
De pronto estuve flotando sobre un mar de
tranquilidad. Mis rescatistas eran viejos camaradas. Ya poco tenía que temer.
En eso un tercer hombre se unió al grupo. El hombre, de mirada sencilla, cejas
gruesas y una nariz gorda, amable tendió la mano.
“Disculpa por lo del cuatazo” me dijo.
Recordé cuando hizo lo mismo hace algunos minutos
atrás y me toco con un fierro paralizante, después de ponerme un cilindro de
goma entre los dientes.
“Cuando llegaste aquí te inyectaron un diodo con un
chip para estar ubicable las 24 horas del día” me explicó John “Tuvimos que
dejar inhabilitado el dispositivo para que no nos siguieran”
“¿Electrocutándome?” les pregunté.
Se miraron unos a otros un tanto culpables.
“El chip es pequeño. Antes de encontrarlo en tu
cuerpo, ya habrían dado con nuestra ubicación” se defendió Silva “El golpe
eléctrico lo quemó al instante”
Era un mal necesario. A demás, poco les podía
reclamar. Ellos habían estado más de tres semanas infiltrando gente en la
clínica en donde me tenían prisionero y lograron rescatarme. Inclusive habían
logrado adueñarse del vehículo militar requisado. Estaban llevando a cabo una
lucha en contra del actual gobierno instaurado, lucha que más adelante podría
entender.
“¿Llegaste solo acá?” me preguntó de pronto John.
De golpe recordé a Sara. El vehículo había estado
27 días en poder del ejército y obviamente no le habían dado uso y tampoco una
nueva revisión. Si hubiesen encontrado lo que traía, habrían llegado de noche a
mi cuarto y me habrían dado muerte. Ni siquiera habrían preguntado por qué.
“¿Sucedió algo antes de llegar a Coquimbo?” siguió
el piloto frente a mi silencio.
“No llegué solo” dije de pronto.
“Llegaste solo, Eliseo” saltó Silva sorprendido “Yo
revisé el jeep. Estaba en el grupo que te rescató”
“Revisaron mal” le dije, poniéndome de pies,
caminando a la maleta del jeep.
Los tres uniformados mudos me siguieron con la
mirada hasta el momento en que me detuve. En esos segundos sentí el peso de lo
que iba a suceder y de lo riesgoso que era. La sensación de protección se fue
desvaneciendo por mis piernas. Toda la confianza que tenía con aquellos hombres
podría cambiar drásticamente de un momento a otro. Cabía la gran posibilidad de
que el fin de la historia se escribiera en aquel instante, conmigo cayendo al
suelo con un hoyo de bala en el cráneo.
Abrí la cajuela y me subí a la zona de equipaje.
Tomé los asientos desplegables y los deslicé hacia adelante. Ahí un
compartimiento oculto quedó al descubierto. A dentro, en medio de una débil
oscuridad, yacía un bulto largo y grueso, envuelto en una frazada oscura,
amarrado con precaución. Lo tomé con ambos brazos, inyectando mucha fuerza. El
bulto se movió quejosamente, como despertando de una larga siesta. Retrocedí
dos pasos y lo dejé sobre la puerta de la maleta. Me giré hacia los tres
hombres que expectantes y quietos esperaban, notando que Enrique
disimuladamente se había hecho de un revolver. Me devolví hacia el bulto, el
cual parecía esperarme. Con cuidado tomé la amarra que envolvía su cabeza y la
desaté. Sentí como la delicadeza en las acciones les extrañó mucho. Entonces
llegó el momento de la verdad. Me los podía cargar como enemigos que era lo más
probable. Pero no sentí que rendirme podría ser una opción. Es más, hasta pensé
en cómo saltar sobre Enrique para quitarle el arma y buscar defenderme. Inhalé
hondo, escuchando las respiraciones de los espectadores. Tomé la frazada entre
mis manos y descubrí el rostro de la infectada.
“John, te presento a Sara” le dije.
Continuará...
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