He aquí la tercera parte de la historia de zombis. Una vez más, les agradezco el apoyo. Que la disfruten
Día 1, Parte 4
Día 1, Parte 4
Tenía esa incomoda sensación de saber la respuesta a lo que me habían preguntado, pero la respuesta no salía de mi boca. La tenía, como dicen, en la punta de la lengua. Me pasaba algo así, pero ahora era con mi memoria. Abrí la puerta, miré a esas personas que parece que no sabían que las habían atropellado un tren y creo… creo haber visto un vehículo rojo con la puerta del copiloto abierta. Mi primera opción, las más linda, era que el auto efectivamente estaba ahí. De esa opción, habían dos posibilidades: una, lograba arrancar el motor, de película, haciendo corte con los cables de bajo del manubrio, güeá que no sabía hacer o como cotidianamente todos encienden un vehículo, con las llaves. La segunda opción era que el auto no estaba, de la cual también derivan dos posibilidades. La primera era correr despavoridamente, con la mujer y sus amigos corriendo detrás de mí y morir en sus manos. La segunda posibilidad era correr y encontrar otro vehículo. Lo único que sabía era que quería salir de ahí.
Entonces, respirando hondo para que el miedo de una vez por todas me dejara tranquilo, me puse delante de la puerta y me concentré en escuchar lo que había afuera. Los hombres aún seguían en su ilógica marcha, gimiendo o quejándose levemente, como monstruos de lago. Menos decidido que la primera vez que lo hice, ingresé la clave en la teclera de seguridad. La puerta chasqueó y se abrió por segunda vez. En eso se escuchó la voz quejumbrosa de la mujer que me había perseguido detrás de la puerta, balbuceando estupideces al notar que la entrada volvía a quedar disponible.
Entonces, respirando hondo para que el miedo de una vez por todas me dejara tranquilo, me puse delante de la puerta y me concentré en escuchar lo que había afuera. Los hombres aún seguían en su ilógica marcha, gimiendo o quejándose levemente, como monstruos de lago. Menos decidido que la primera vez que lo hice, ingresé la clave en la teclera de seguridad. La puerta chasqueó y se abrió por segunda vez. En eso se escuchó la voz quejumbrosa de la mujer que me había perseguido detrás de la puerta, balbuceando estupideces al notar que la entrada volvía a quedar disponible.
Quizás no me quería hacer daño. Tal vez sólo quería ayuda nada más, y yo la rechazaba como un judío a una leprosa. Poco importaba si era así, porque con todas las fuerzas que tenía empujé la puerta e hice que se estrellara dolorosamente contra ella. Su cuerpo emitió un ruido seco al quebrarse de golpe una buena cantidad de huesos, para luego caer violentamente al suelo, azotándose la nuca contra el asfalto. Sus dos acompañantes, que caminaban dirección al norte a unos siete u ocho metros de nosotros, fueron alertados por los sonidos de enfrentamiento, girándose lenta y vanidosamente sobre si, observando al hombre que corría con una escopeta en las manos.
El auto estaba. La puerta del copiloto estaba abierta. Pero no era rojo. Era azul. Cuando estuve frente a él, tuve que decidir si subir y descubrir si estaban o no las llaves, o detener de un disparo a los dos hombres que habían emprendido una lenta carrera pronta a mi encuentro. Quise ver si la escopeta servía. O si por lo menos yo sabía ocuparla. Apunté a los dos tipos que no se inmutaron al ver que los tenía en la mira de un arma que de seguro les iba a quitar la vida. Respiré hondo y me preparé para la sacudida del tiro. Un fuerte estruendo reventó el sonido del lugar. La lluvia de perdigones cayó sobre el rostro y pechos de ambos hombres, quedando más mal heridos de lo que estaban. Los dos, muertos al instante, se fueron de espaldas al cemento de la calle. Entré apresurado al vehículo por la puerta del copiloto, la cual no perdí tiempo en cerrar ya sentado en los mandos del automóvil. Sin dejar pasar más los segundos, fui a tocar el contacto y supe de inmediato que aquel iba a ser el único momento más feliz de todo ese extraño día. Las llaves colgaban silenciosas del él. Me fijé que el cambio estuviera en neutro. Busqué con mi pie derecho el acelerador y con el índice y el pulgar giré la llave para encender el motor. Sólo hubo un pobre repiqueteo de los mandos queriendo encender.
“Vamos. Enciende” susurré.
Pisé el acelerador levemente y volví a girar la llave. No sucedió nada. El motor parecía estar muerto. Entonces miré el indicador de bencina. La aguja estaba clavada en la letra “E”. No le quedaba combustible. Entonces de golpe me encontré con la tercera opción: El vehículo quizás no iba a tener gasolina...
Continuará...