Me acordé que te debía dos mil pesos. Entraste al baño y de golpe me abordó el recuerdo. Instintivamente saqué mi billetera del bolsillo y abrí su compartimiento. De adentro saqué un billete de color morado. Eran dos mil pesos. De pronto tuve el impulso de pagartelos y salir corriendo. De sanjar cuentas. Entonces recuerdo también el momento en que recibí aquel billete. La cajera medio nerviosa, medio apurada, sólo los dejó sobre mi mano, esperando el reclamo. Pero yo no dije nada. Miré los dos mil pesos y noté la llamativa falla, la misma que notaba ahora. El billete estaba partido en dos.
Quizás llevas cinco minutos en el baño. Los dos mil pesos aún están en mi mano. Y en aquellos extraños segundos, decido que aún no te los pagaré. El scotch que envuelve la tragica falla es tan penoso como una mentira mal contada, como una verdad omitida. Recuerdo que a veces nos tuvimos que pagar con varios billetas de dos mil pesos parchados por estar rotos, rotos de un corte viceral. Era lo único que teniamos en la billetera; un billete roto. Es en ese segundo que decido no te daría nunca más dos mil pesos parchados, porque aunque el costo sea el mismo, dista mucho de valer lo que es.
Lo guardo apresurado, como cuando te llamé para decirte que me esperaras en Santa Ana. Casi casi. Sales del baño y me sonries con aquella boca que me da tanta calma, que me dice tanta verdad de esta realidad cuando me atrapa.
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